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Me quejo y punto

Me da la gana. A veces me da la real gana de escupir palabras para desahogarme. «Estás así por la forma que has elegido de criarla, así que no te quejes». ¿Que no me queje? Por mis santos huevecillos que me quejo. ¡Habrase visto! ¿Acaso está prohibido el desahogo? Tengo un derecho natural a quejarme si así lo deseo. ¿No se quejan cada día millones de personas por los asuntos más nimios? No me jeringues... Que no me queje, dicen.

No puedo ir sonriendo las veinticuatro horas del día. Es inviable. No solo porque sea perjudicial para el cutis, sino por la razón evidente de que mi estado anímico no esté para sonrisas. Ahora mismo he tenido que interrumpir abruptamente este relato para ir en su auxilio. Mejor dicho, es la TETA la que ha ido en su auxilio. Es ella la única con ese poder en estas circunstancias, la única con la capacidad de calmar a Jiribilla en sus despertares nocturnos.

Estoy CANSADA. Así, con mayúsculas. Y todavía se queda corto. Agotada, exhausta, extenuada, gastada. Física y moralmente. Si la noche ha sido buena –y no hay muchas de esas– puedo comenzar con un adecuado nivel de energía, pero independientemente de cómo vaya el día acabo rendida. Así que me quejo en algún momento, sí.

A pesar del colecho no descanso bien: entre mi sueño, que es muy ligero y me desvelo con facilidad, y que Jiribilla se mueve mucho por las noches, llevo lo que se me antoja una vida sin dormir en condiciones.

Durante el día se echa normalmente tres minisiestas, que son más largas si se las echa enteritas pegada a la teta. Por tanto, ni entonces puedo separarme de ella, porque si la deposito en la cuna o en el parque o en cualquier otra jaula solo aguanta dormidita diez minutos, tras los cuales me llama para volver a pegarse a la teta. Prefiero descansar ese rato con Jiribilla encima. ¿Y qué puedo hacer en diez minutos libres? Pues ir al baño a hacer aguas mayores, por ejemplo, cosa que mi cuerpo se ha adaptado a hacer en un tiempo récord; los nueve minutos y medio restantes los aprovecho para lavar platos, pasar la escoba, hacer un arrumaco a los pobres chuchos o limitarme a esperar aterrada –y embelesada– junto a ella. Mis momentos de descanso real son esos en los que duerme pegada a mí como una lampreíta, y me encantan. Soy su esclava y me encanta y me agota. Su esclava, las veinticuatro horas del día. Y no lo cambio, créanme, no lo cambio: no podría dejarla en una guardería, dependemos demasiado la una de la otra. Pero, aun así, tengo derecho a quejarme.

Imaginen esa dulce esclavitud, esa entrega total día tras día, todo el tiempo. Nada de comer tranquila, nada de echarse en el sofá a relajarse cinco minutos, nada de dormir a pierna suelta. Y sumen a eso dolor en las muñecas, la diestra más rota que la otra. Tendinitis de Quervain, le dicen. Que no me queje. Ja.

Y no digamos cuando sus minisiestas no me cuadran en casa y no puedo descansar. Hoy, por ejemplo, tocó papeleo. Imaginen que tienen que patearse un buen trecho bajo un sol de justicia, con la vacaburrilla en la mochila –bien pegada, el canalillo nunca suda lo bastante– y empujando el cochecito. Las manos duelen, todo el tiempo. Aunque no me queje de eso todo el tiempo –caray, soy una santa, después de todo–. Y debo hacerlo todo con prisas, temiendo que la niña se despierte, porque dentro de poco querrá teta y por la zona no veo ningún banco a la sombra. Tendré que sentarme ahí, en el suelo. Igual poniendo el gorrito de Jiribilla al lado consigo sacarme un sueldito en negro por mi labor como madre. Trabajo que debería estar más remunerado que ninguno. Ahora lo veo. Madre a jornada completa. No «ama de casa», no, porque la casa la tengo hecha una pocilga. Solo madre. Como decía, lo hago todo corriendo, a ver si consigo llegar a casa antes de que despierte, o al menos a una zona más cómoda para la próxima tetada. Y cada vez que pasa una ambulancia con su dichosa sirenita, o un motero ejerciendo su sonoro macarrismo, me cago en ellos. Me cago en todo. En el sol, en los ruidos, en mis manos, en las tareas pendientes y en el descanso que no tendré hasta que venga Él, cuando sea que venga, a rescatarme unos minutos. Lo recibiré como al séptimo de caballería. Me rescatará solo unos minutos porque al ratito Jiribilla volverá a buscarme, porque siempre está ahí, vigilando mi ausencia, controlándome, exigiéndome, necesitándome. Y yo a ella. Y me gusta. Aunque esté destrozada y no pueda con mi alma, con mi cuerpo. Son rachas. Si quiero quejarme, me quejo. Después de todo, las quejas son a ratos. Esta pasión por ella, siempre. 

Ea, ya me he quejado.

Gracias.






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