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Mostrando entradas de 2016

Positivo. Oh, positivo.

Vértigo. Y una brevemente asfixiante sensación de culpa. Eso sentí al ver el positivo. Culpa. Jiribilla en plena crisis de los dos años, inseparable de su teta, inconsolable por alguien que no sea mamá. Mamá, que es la única capacitada para empujar la silla de paseo. Mamá, que es la única que puede leerle cuentos. Mamá, la única que puede darle la comida cuando no quiere empuñar ella los cubiertos. Que ose otra persona sustituirme en estos menesteres, ¡ja! Mamá. Mamá. MAMÁ. Culpa. Si antes vivía cansada, estas primeras semanas son de locura. Me arrastro como una sombra de una sombra de mí misma. (Qué digo... Mi sombra se ha quedado durmiendo, que ella puede). Lucho por mantener los ojos abiertos, aunque Jiribilla es la mejor alarma: en cuanto ve que los entrecierro un poco, acerca sutilmente su cabecita a mi cara moribunda y grita: «MAMÁÁ-MAMÁÁÁ-MAMÁÁÁ, nooooo». Traduzco: «No puedes dormirte, madrecita querida, hay todo un mundo por explorar, aunque hayamos ejecutado el mismo

Perrhijos

La verdad es que no empezamos de cero. Antes de Jiribilla ya teníamos experiencia. Teníamos perrhijos. Primero fue Perrhija. Con ella aprendimos a ser responsables de otro ser vivo. Nos enseñó a renunciar a ciertos lujos, como ponerte el pijama a las seis de la tarde sin preocuparte de tener que volver a salir luego –siempre queda el último pis, la última caca–. Al ser la primogénita y única durante muchos años se le consintió bastante. Cuando aprendió a subirse a la cama nos pareció de lo más mona y ya no hubo quien la bajara. Así que ahora colechamos cuatro. Jiribilla con Perrhija, su compañera de juergas acuáticas. Luego vino Perrhijo: este fue rescatado de perrera y se nota, porque allí donde Perrhija es arisquez y guaguaguagrrr, Perrhijo es todo nobleza y lametones. Padeció moquillo, perdió prácticamente toda la movilidad de las cuatro patas y nos enseñó lo más grande: la paciencia infinita, los cuidados intensivos y el amor a raudales –mutuo– nos prepararon en parte

Oda al colecho

A ¿nadie? le amarga un dulce

Esta tarde debí colarme accidentalmente por una grieta espaciotemporal, porque de repente me encontré en el mundo del revés. Hubo una clara perturbación en la lógica. Cuando era pequeña me obligaban a comer ciertas cosas que no me gustaban nada de nada. Imagino que como a la mayoría de los niños. Estos alimentos eran, por lo general, verduras y frutas, consideradas saludables y necesarias. Hasta hace no mucho veía lógico eso de obligar a comer a los niños; después de todo la verdura es sana y hay que comérsela, qué caray. Pero bueno, esta barbaridad para otro día. (Adelanto: NO hay que obligar a comer a un niño). Hoy solo quería comentar la aberración que contemplé esta tarde: cuando lo que obligan a comer al niño es precisamente lo menos necesario. Me encontraba en un establecimiento destinado a la venta de exquisiteces por peso –y cuando digo «exquisiteces» me refiero a basurillas azucaradas por un lado y almendras, nueces y demás manjares por otro. Yo estaba allí por lo insano