Esta tarde debí colarme accidentalmente por una grieta espaciotemporal, porque de repente me encontré en el mundo del revés. Hubo una clara perturbación en la lógica.
Cuando era pequeña me obligaban a comer ciertas cosas que no me gustaban nada de nada. Imagino que como a la mayoría de los niños. Estos alimentos eran, por lo general, verduras y frutas, consideradas saludables y necesarias. Hasta hace no mucho veía lógico eso de obligar a comer a los niños; después de todo la verdura es sana y hay que comérsela, qué caray. Pero bueno, esta barbaridad para otro día. (Adelanto: NO hay que obligar a comer a un niño).
Hoy solo quería comentar la aberración que contemplé esta tarde: cuando lo que obligan a comer al niño es precisamente lo menos necesario.
Me encontraba en un establecimiento destinado a la venta de exquisiteces por peso –y cuando digo «exquisiteces» me refiero a basurillas azucaradas por un lado y almendras, nueces y demás manjares por otro. Yo estaba allí por lo insano del asunto, lo confieso: un par de horas sin Jiribilla y me vuelvo loca–. La clienta que estaba delante de mí en el mostrador había comprado unos apetecibles anacardos. La mujer comentaba a la dependienta que su hijo aún no se había acostumbrado a los chupa-chups, que prefería los frutos secos. Entonces me fijé en la escena que tenía lugar justo detrás de ella: un niño de unos tres o cuatro años era acosado –ACOSADO– por una señora que tenía toda la pinta de ser su abuela. Esta señora le tendía sin tregua un chupa-chups con forma de infartado corazón. «¡Mmm! Pruébalo así, como hago yo, mira», y fingía pasar la lengua por la brillante superficie roja. El niño se pegaba a su madre, que no decía ni mu. Se llegó a medio esconder detrás de ella, y entonces, ZAS, la abuela aprovechó un descuido del infante para intentar meterle el chupa-chups en la boca. Así, por la fuerza. Consiguió rozarle los labios, pero mi héroe se giró, asqueado, y evitó la violación bucal. «¡Pero tómalo, que es tuyo!», insistía la abuela...
La cajera miraba la escena incrédula, negando con la cabeza. Madre mía, lo que darían muchos padres por que sus hijos prefirieran los frutos secos a las chuches.
Pensándolo ahora, desde la calma, creo que quizás no es mala táctica para conseguir que un niño deteste este tipo de comidas: obligando a los niños a comer chupa-chups, dulces y helados, atiborrándolos de potingues fritos y bollería, y recompensando sus logros con potajes de verduras o fruta fresca, podríamos cambiar el mundo. Podríamos conseguir adultos con una dieta voluntariamente saludable. Y tan contentos de llevarla.
Seguro que hay algún fallo en mi idea, pero no logro ver cuál es...
Cuando era pequeña me obligaban a comer ciertas cosas que no me gustaban nada de nada. Imagino que como a la mayoría de los niños. Estos alimentos eran, por lo general, verduras y frutas, consideradas saludables y necesarias. Hasta hace no mucho veía lógico eso de obligar a comer a los niños; después de todo la verdura es sana y hay que comérsela, qué caray. Pero bueno, esta barbaridad para otro día. (Adelanto: NO hay que obligar a comer a un niño).
Hoy solo quería comentar la aberración que contemplé esta tarde: cuando lo que obligan a comer al niño es precisamente lo menos necesario.
Me encontraba en un establecimiento destinado a la venta de exquisiteces por peso –y cuando digo «exquisiteces» me refiero a basurillas azucaradas por un lado y almendras, nueces y demás manjares por otro. Yo estaba allí por lo insano del asunto, lo confieso: un par de horas sin Jiribilla y me vuelvo loca–. La clienta que estaba delante de mí en el mostrador había comprado unos apetecibles anacardos. La mujer comentaba a la dependienta que su hijo aún no se había acostumbrado a los chupa-chups, que prefería los frutos secos. Entonces me fijé en la escena que tenía lugar justo detrás de ella: un niño de unos tres o cuatro años era acosado –ACOSADO– por una señora que tenía toda la pinta de ser su abuela. Esta señora le tendía sin tregua un chupa-chups con forma de infartado corazón. «¡Mmm! Pruébalo así, como hago yo, mira», y fingía pasar la lengua por la brillante superficie roja. El niño se pegaba a su madre, que no decía ni mu. Se llegó a medio esconder detrás de ella, y entonces, ZAS, la abuela aprovechó un descuido del infante para intentar meterle el chupa-chups en la boca. Así, por la fuerza. Consiguió rozarle los labios, pero mi héroe se giró, asqueado, y evitó la violación bucal. «¡Pero tómalo, que es tuyo!», insistía la abuela...
La cajera miraba la escena incrédula, negando con la cabeza. Madre mía, lo que darían muchos padres por que sus hijos prefirieran los frutos secos a las chuches.
Pensándolo ahora, desde la calma, creo que quizás no es mala táctica para conseguir que un niño deteste este tipo de comidas: obligando a los niños a comer chupa-chups, dulces y helados, atiborrándolos de potingues fritos y bollería, y recompensando sus logros con potajes de verduras o fruta fresca, podríamos cambiar el mundo. Podríamos conseguir adultos con una dieta voluntariamente saludable. Y tan contentos de llevarla.
Seguro que hay algún fallo en mi idea, pero no logro ver cuál es...
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