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Mostrando entradas de 2015

En el abismo. Y feliz.

Hace poco leí en mi tribu virtual de Facebook que esto es el «abismo del agotamiento». Me encantó la expresión, pues lo refleja perfectamente. Es un abismo, caes y caes y parece no tener fin. Porque no es que llegue el fin de semana y puedas desconectar, recargar pilas y ea, el lunes ya me canso de nuevo. O que venga al fin la noche, momento en el que puedes aparcar a tu retoño y centrarte en ti, o en tu maromo, o en tu pasión personal. Nanay. Para muestra un botón: ha llegado la noche, la Nochebuena además, y heme aquí, con Jiribilla durmiendo mientras la familia termina de comer. Tuve la precaución de cenar tempranito, con ella, porque nos conocemos. Se durmió hace casi una hora y ya se ha despertado una vez. Tetita y vuelta a dormir. Cómo la quiero, la excusa perfecta para huir de estas reuniones. Ains. Estuve buscando trabajo durante un tiempo largo antes de que naciera Jiribilla, incluso fui a una entrevista con un bombo de seis o siete meses. Con ropita ancha, eso sí, pero me d

¿Qué regalar al futuro padre?

Una vagina en lata. En serio. Existen. Sí, lo sé: cada mujer es única, las hay fogosas y las hay cansadas. Y cada parto es diferente y deja secuelas distintas, y la libido de cada cual tiene su idiosincracia, y blablablá. Pero seamos sinceros: la biología no falla. Y si estás dando teta, despídete del deseo –salvo el de dormir– por una temporadita más bien larga. Y más larga se le hará a él, porque sus hormonas no han sido trastocadas y sigue estando al pie del cañón.  Hablo de madres que han decidido dar el pecho y que están con sus hijos prácticamente las veinticuatro horas del día, sin desconectar. El sexo queda relegado, muy relegado. Quién sabe, tal vez te visite un ramalazo de deseo un día, sin saber cómo ni por qué, pero desengañémonos: según mi experiencia y la de personas cercanas, durante el primer año posparto las relaciones íntimas pueden contarse con los dedos de una mano. ¿Las causas? Pues un buen  puñao: El parto. Después de expulsar a una criatura por ah

Carlitos

Esta mañana, en uno de nuestras incursiones matutinas en el parque, Jiribilla y yo nos topamos con una pareja de abueletes que cuidaba de su nieto, Carlitos. Era este un rubicundo niño de la misma edad que mi cachorrilla, un añito. Se encontraban sentados en un banco; al ver que nos acercábamos con afán salutativo, Abuela se levantó y acercó a Carlitos. Cogí el cochecito de Jiribilla y se lo lancé rodando. Cuando llegó a sus pies hizo ademán de sentarse. Cabe destacar que Carlitos iba inmaculado, de punta en blanco. Al ver que pretendía sentarse en el suelo, su abuela lo levantó, rauda, y lo llevó de vuelta al banco. «Es que se ensucia, se pone perdido. Y a su madre no le gusta», explicó. «Bah, déjalo, ¡eso se mete en la lavadora y no pasa nada!», repuso sabiamente Abuelo, ganándose mi simpatía, y añadió: «Además, la que lo cuida eres tú». «Claro, ¡eso no es problema!», intervine. «Pero no es solo la ropa, es que las piernas se le ponen negras...». Total, que Carlitos fue sentado. Si

Un año de AMOR

Dicen que los hijos son una prolongación de uno mismo, una minipersona a la que criamos para que nos perpetúe en la finitud de la existencia. Llegados a este punto, con Jiribilla durmiendo a mi lado y tras un exhausto año de amor a raudales, lo veo de otro modo. Jiribilla, no naciste para ser una prolongación mía; al contrario, yo soy una prolongación tuya. Nací para ser tu raíz. Para nutrirte de todo lo necesario con el fin de que algún día florezcas, y lo harás de la forma y color que tú quieras. Me pongo a tu entera disposición. Al menos al principio, mientras me requieras. Y aquí estamos todavía, en este maravilloso principio. Un principio que, después de un año, sigue siendo un maremágnum de emociones entre las que destaca la absoluta adoración que te tengo: de querer apretujarte bien fuerte paso a pedirte que bajes, por favor, que me sueltes, que te estés tranquila dos minutos, uno solo, para dar una tregua efímera a mis brazos, para poder ir al baño con todo mi cuerpo dispo

La hermana no deseada

Jiribilla tiene una hermana casi gemela, aunque no compartan apellido. En realidad la gestamos juntas, ella y yo. Nació a fuerza de coger a Jiribilla para tetear, de cargarla en brazos. Cansadamente, pero con amor. Y aunque haya sido concebida con amor, estoy deseando librarme de ella. Se llama Tendinitis, de apellido de Quervain. Y es una auténtica porculera. El dolor que me causa ha empañado prácticamente toda mi existencia con Jiribilla. Apareció por las buenas, porque sí, a pesar de colecho y porteo. Tendinitis se manifestó un par de meses después de que llegara su hermana mayor. Llevamos ya casi diez meses todos juntos. Por supuesto, ha ido a peor, porque aunque la Seguridad Social fue rápida –desenlace de la ironía a continuación– y solo tardó nueve meses en remitirme a rehabilitación, al no tener la posibilidad mi mano de guardar reposo no hay tratamiento que valga. Así que hoy he tenido mi última sesión en balde. Bueno, las sesiones me han servido para desconectar un

Metamorfosis oculta

El otro día estaba disfrutando de mi improductivo ratito diario en el sofá –doy gracias por poder tener un rato así todos los días–, cuando reparé con pavor en una parte olvidada de mi anatomía. No era ningún lugar recóndito ni censurable. Se trataba de la zona denominada «cartuchera»: al estar con las piernas cruzadas, el horror se hizo visible. Lo vi, justamente, en la pierna izquierda. Seguramente también está en la derecha, pero para qué comprobarlo. Había allí un hoyo, una caverna. Dentro de él, y alrededor, y encima, por todas partes, se mostraba sin pudor ninguno un acúmulo de celulitis perdido entre indecorosos surcos de piel –estrías, a mi entender–, aderezado todo con infinidad de arruguitas más chicas. Había un cacho de carne que no era carne, sino grasa, grasa fofa, y cuando apretaba con un dedo este se hundía hasta el mismísimo averno. En cuanto al color, era indefinido: carne, rosa, algún tinte violáceo... Qué sé yo. El caso es que era un panorama penoso. Pero no

Semana Mundial de la Lactancia Materna (del 1 al 7 de agosto)

Pendientes de los pendientes

Jiribilla no necesita llevar pendientes para ser niña. Y mucho menos los necesita para que la gente sepa que lo es. Ni ella ni yo necesitamos que los demás lo sepan. La próxima vez que alguien me diga que debería ponérselos porque causa confusión voy a enseñarles su chumino, que ese no deja lugar a dudas. Incluso en esas contadas ocasiones en las que lleva alguna prenda rosa siempre hay alguien que la trata de chico. No corrijo a nadie cuando esto pasa, no veo la necesidad; solo lo aclaro cuando llevan un rato –y parece que la reunión va para largo– o la llamo por su nombre y se sorprenden. «Sí, es niña, pero suelen confundirla porque no lleva pendientes... Bueno, a esta edad también es difícil distinguirlos...». Lo digo para que no se sientan mal, porque muchas veces se sienten culpables. Por confundir el sexo de un bebé. Fíjate tú. Algunas personas enseguida recalcan que sí, cierto, tiene cara de niña, pero claro, sin pendientes, a saber... Qué más da, señoras y señores. Qué más da.

Por el amor de dios, CÓJANLOS

Algo se revuelve en mí cuando lo oigo por la calle. Me hace querer gritar, dar un par de bofetadas espabilatorias. Cielo santo, pero ¿por qué dejan llorar a esos bebés? ¿Temen malcriarlos? ¿Que se acostumbren a los brazos? ¿Que se enganchen al cariño, a los mimos? Por el amor de dios, cojan a esos bebés, CÓJANLOS. Están pidiéndolo a voz en grito. Pónganlos pegaditos contra el pecho, bien pegaditos. Apretújenlos. A veces es tan fácil –y placentero– calmar ese llanto... Tómenlos en brazos. Incluso si no lloran. Lo están deseando, ellos y ustedes. Sobre todo ustedes. Cójanlos sin más. Prodíguenles generosamente besos, por toda la cara: la frente, los cachetitos. Dan ganas de absorberlos. Y las manitas. Los pies. Los muslos, ¡esos muslitos! Sumerjan las napias en ese cabello, o en su ausencia, y deléitense con ese aroma angelical. No porque nos lo pidan esos pequeños bastardetes manipuladores, simplemente porque apetece. Porque nos lo pide el cuerpo, con razón y corazón. Y mírenlos a l

Me quejo y punto

Me da la gana. A veces me da la real gana de escupir palabras para desahogarme. «Estás así por la forma que has elegido de criarla, así que no te quejes». ¿Que no me queje? Por mis santos huevecillos que me quejo. ¡Habrase visto! ¿Acaso está prohibido el desahogo? Tengo un derecho natural a quejarme si así lo deseo. ¿No se quejan cada día millones de personas por los asuntos más nimios? No me jeringues... Que no me queje, dicen. No puedo ir sonriendo las veinticuatro horas del día. Es inviable. No solo porque sea perjudicial para el cutis, sino por la razón evidente de que mi estado anímico no esté para sonrisas. Ahora mismo he tenido que interrumpir abruptamente este relato para ir en su auxilio. Mejor dicho, es la TETA la que ha ido en su auxilio. Es ella la única con ese poder en estas circunstancias, la única con la capacidad de calmar a Jiribilla en sus despertares nocturnos. Estoy CANSADA. Así, con mayúsculas. Y todavía se queda corto. Agotada, exhausta, extenuada, gasta