El otro día estaba disfrutando de mi
improductivo ratito diario en el sofá –doy gracias por poder tener
un rato así todos los días–, cuando
reparé con pavor en una parte olvidada de mi anatomía. No era ningún lugar recóndito ni censurable. Se trataba de la zona denominada «cartuchera»: al estar con las piernas cruzadas, el horror se hizo visible. Lo vi, justamente, en la pierna izquierda. Seguramente
también está en la derecha, pero para qué comprobarlo.
Había allí un hoyo, una caverna. Dentro de él, y alrededor, y encima, por todas partes, se mostraba sin pudor ninguno un acúmulo de celulitis
perdido entre indecorosos surcos de piel –estrías, a mi entender–, aderezado todo con infinidad de
arruguitas más chicas. Había un cacho de carne que no era carne, sino grasa, grasa fofa, y cuando apretaba con un dedo este se hundía hasta el mismísimo averno. En cuanto al color, era indefinido: carne, rosa, algún tinte violáceo... Qué sé yo. El caso es que era un panorama penoso.
Pero no se crean que me afectó. Observé esa
amalgama de pellejo con curiosidad científica. «Dios mío, pero
¿¡de dónde ha salido eso!? ¿Y cuándo?». Debo decir que Él, bendito, vino en
mi auxilio negando la evidencia: «Nooo, es cosa de la luz, ¿no ves
que está dándote de lleno la luz de la ventana? ¡Tú no tienes
carne pa que se forme eso!». Pero es que eso no era carne: era un
imposible amasijo de pliegues. Áridos. Feos. Y dudo que se resolviera comiendo más, aunque es verdad que estoy pesando menos que antes de concebir a Jiribilla. Ya lo dice mi madre, original donde las haya: «Tienes que comer
más». No es tan fácil. Mi trabajo diario consiste en vigilar a la tetívora, que no para en todo el día, con lo que no queda tiempo para cocinar y comer en condiciones. Por si fuera poco, vino mi
madre hace poco y ya me relamía yo pensando en los ricos platos
que prepararía y el par de kilitos que iba a ganar yo de golpe, ¿y no va, la muy... sanota, y prepara pescadito guisado y
crema de calabaza? Imposible rellenar chicha así.
Claro que podría comer en las escasas
y breves siestas de la criatura, pero ya dije en una ocasión que
prefiero aprovecharlas para descansar yo. Y cuando no las ocupo en
eso, eh, hay cosas que hacer en casa. Por ejemplo, algo tan básico
como mantenerla limpia. Y no, no soy una maniática de la
limpieza que desea tener la casa reluciente y perfecta a toda costa –que se lo pregunten a mi madre, ella dirá que vivo en una cochiquera–. No
me refiero a limpia como una patena, sino
a un nivel mínimo de decencia, esto es, eliminar los pegotes negros
del suelo de la cocina –fruto del «inmaculado» Baby Led
Warring, ya que la lengua de los
perros no llega a nivel estropajo– y barrer los pelos de los
susodichos canes, no sea que la niña acabe con abrigo de piel en
pleno verano.
En fin, que lo extraño del caso es que
no me di cuenta hasta ese momento de la existencia de esa zona oculta. Apenas me miro en el espejo o fuera de él. Nunca he sido coqueta: si antes no encontraba placer en arreglarme ni maquillarme, ahora menos. Cuando no hay tiempo para elegir la ropa, chándal al canto. Y si hay tiempo, también, que además es lo más cómodo. Es curioso: antes de ser madre decía que algún día lo
sería solo por tener las tetas más grandes, y ahora que estoy más
delgada que nunca, con un pecho al fin de mi gusto, lo último que me
apetece es lucir mi cuerpo o invertir tiempo en él. El cansancio pesa demasiado. ¿Que cómo casa este mejorado cuerpo con mi descubrimiento de la zona cavernosa? Pues vaya usted a saber. Mis neuronas no dan para más. De todos modos, este ya no es mi cuerpo, no me pertenece. Ahora es una herramienta puesta al servicio de Jiribilla para descubrir el mundo. Y para alimentarse. He de reconocer que, aunque no le dedico tiempo, sí disfruto de mi cuerpo. Disfruto, porque gracias a él vivo con y para Jiribilla. Disfruto cuando la veo venir, pícara –sí, viene, ¡porque ya camina!–, reclamando su teta. Mis tetas.
Mis flamantes y funcionales tetas nuevas.
Comentarios
Publicar un comentario