Esta mañana, en uno de nuestras incursiones matutinas en el parque, Jiribilla y yo nos topamos con una pareja de abueletes que cuidaba de su nieto, Carlitos. Era este un rubicundo niño de la misma edad que mi cachorrilla, un añito. Se encontraban sentados en un banco; al ver que nos acercábamos con afán salutativo, Abuela se levantó y acercó a Carlitos. Cogí el cochecito de Jiribilla y se lo lancé rodando. Cuando llegó a sus pies hizo ademán de sentarse. Cabe destacar que Carlitos iba inmaculado, de punta en blanco. Al ver que pretendía sentarse en el suelo, su abuela lo levantó, rauda, y lo llevó de vuelta al banco. «Es que se ensucia, se pone perdido. Y a su madre no le gusta», explicó. «Bah, déjalo, ¡eso se mete en la lavadora y no pasa nada!», repuso sabiamente Abuelo, ganándose mi simpatía, y añadió: «Además, la que lo cuida eres tú». «Claro, ¡eso no es problema!», intervine. «Pero no es solo la ropa, es que las piernas se le ponen negras...». Total, que Carlitos fue sentado. Si