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Mostrando entradas de 2021

Tengo una placenta en el congelador

Tengo una placenta en el congelador. Ahí está desde que nació mi segundo. Con mi primera no lo hice así, desecharon la placenta en el hospital, no se me ocurrió pedirla ni verla. Fue luego cuando me volví más sentimental y la guardé. La idea era romántica: plantarla junto a la semilla de algún árbol para que crecieran al tiempo, mi hijo y la planta. Pero ya sabemos como es esto de la maternidad, una se lía a pasar las noches en vela y babear de amor puro y llorar por las esquinas y se olvida de lo importante. Y ahí sigue, cuatro años y pico después. Es curioso, porque todavía no la he visto. Mi maromo se encargó de meterla en una bolsa de congelación y, voilá , pal cajón. Alguna vez he vislumbrado algo cuando rebusco en ese caos glacial que tenemos. Cualquier día la confundo con un bistec y nos la zampamos. Pero es bonito, ¿no creen? Tener una placenta en el congelador. Es como si todavía estuviera fresco el parto, nunca mejor dicho. Reciente. Como si aún hubiera pañales que cambiar,

Los libros, mis niños y yo

Están por todas partes. Los libros. En el salón, en esta habitación, en la  otra, junto a la cama, en el baño  –para los momentos de intimidad, bueno, la de Jiribilla, porque Jaleo sigue exigiendo mi presencia en esos ratos. Eso sí, me pide que le lea mientras evacúa –... Incluso tenemos una caja aparte destinada a los libros de la biblioteca. Están por todas partes y siempre han estado ahí, como pieza fundamental de mi vida. Y luego de la de mi propia familia.  Cuando me quedé embarazada fue una de las cosas que más ilusión me hizo: saber que podría leerle. Quería leerle cuentos, contarle historias. Antes de que naciera comencé a hacer acopio de libros en una tienda de segunda mano. Para mi primer cumpleaños como madre  – Jiribilla tendría un mes –  pedí un libro para todos; Él apareció con  ¡Voy a comedte!,  recomendado por una de las libreras de mi  librería preferida .   Fue el primer libro nuevecito de la colección. Han pasado casi siete años y ahí sigue, junto a muchísimos más qu

Niña o niño, para la casa es lo mismo

Jaleo quería comer por cuarta vez aquella mañana, así que buscamos refugio en la tunelesca entrada de un comercio, a resguardo de la llovizna que comenzaba a caer. Nos sentamos en el suelo, junto a la puerta. Todos los bártulos a nuestro alrededor: el carro de la compra –que utilizo ahora como «bolso» para lo imprescindible–; la bolsa con los libros recién sacados de la biblioteca; la neverita con el aperitivo de la mañana... Así estábamos, leyendo yo en voz alta y comiendo él, cuando se acercó una mujer de avanzada edad. Se plantó frente a nosotros y preguntó, señalando a Jaleo con la cabeza: –¿Es niña o niño? –Niño, es un niño. Se quedó pensativa unos segundos y preguntó: –¿Y no tienes una niña? Ahí ya estuve a punto de preguntarle el porqué de su curiosidad, pero era una persona mayor, no quería ponerme borde porque sí. –Sí, también tengo una niña. –¿Y qué edad tiene? Aaaah, ¿pero qué le importaba a ella eso? Aun así me frené. Me frené: «Contente, tú, que esta es la clásica situació

Y llegó el destete

Teta, teta y teta. Yo no era más que dos tetas. Primero para ella; después, para ambos; al final solo para él.  La teta fue principio. Oxitocina pura. Fue conexión animal, fue pasión. La teta fue refugio y calma y cura. Fue puente, abrazo y calidez. La teta fue hogar, de noche y de día. Durante algo más de seis años y medio mis tetas no fueron mías: fueron nuestras, un nexo que nos convertía en «nosotros» para, lentamente, dar paso al «ellos y yo». El destete fue gradual y lo más natural posible. Digo «natural» porque suena ideal dejar que ellos decidan cuándo dejarla, pero lo cierto es que la agitación me hizo poner límites: primero en el tándem y luego a él. Aun así conseguimos llegar al final sin traumas. El «final», como si fuera una meta. En absoluto. Jaleo llevaba una época cogiéndolo solo cada dos o tres días, antes de dormir, pero en cuanto se metía el pezón en la boca decía «no, no» y, muy considerado él, bajaba mi camisa para tapar la teta. Y así hasta que cumplió cuatro añi

Soy una mamá genial... y también soy una bruja

 Soy madre. Eso significa que no soy perfecta, pues sigo siendo persona. Cuando estoy bien soy «la mejor mamá del mundo y del universo», dicho por mis criaturas  — bendita subjetividad — . Y cuando estoy mal cualquier minucia hace rebosar el vaso... y aparece la bruja, esa madre que detesto. La que intenta hacer acopio de paciencia cuando no hay hueco. La que ha conseguido mejorar poco a poco y se retira a tiempo a otra habitación para calmarse antes de dirigirse a sus hijos, pero a la que, aun así, se le siguen escapando gritos y meteduras de pata por las que luego se reconcome sin piedad. Algo que sí hago: pedir PERDÓN. Disculparme por haberles gritado, por haberles faltado al respeto. Ellas no son responsables de mis emociones: soy YO la encargada de gestionarlas. Pide perdón. Te aseguro que vale mucho. Para ellos y para ti.

Amistad en la «posmaternidad»

Aparte del sueño, el tiempo para una misma y la cordura, otra cosa que pierdes al convertirte en madre son amistades. Muchas de esas amigas «de toda la vida» comienzan a alejarse, quién sabe si porque piensan que estás ocupada y no tienes tiempo para ellas, o porque no quieren pasar el rato con la nueva versión de ti, la que incluye compañía continua, la que tiene un bebé. Quizás no es nada de esto y se habrían alejado igualmente porque, oye, la vida es así, cambiante. Cambiamos nosotras y cambian las relaciones, y forzarlas, pues no. Pero esto, ahora comprendo, no es malo. Es incluso positivo: es selección natural. Y al igual que unas se van porque no estaban destinadas a acompañarte en el maternaje, otras permanecen. Las que menos te esperabas, las que no eran tan íntimas: se hacen más presentes y pasan a formar parte de tu vida cotidiana, sus nombres entran en tu vocabulario habitual, aunque no las veas con la frecuencia que quisieras. Quieren pasar tiempo contigo y con tus criatura

Cuando das a luz también pares sombras

Algo que no cuentan sobre la maternidad es que no solo pares criaturas radiantes también nacen sombras las luces son evidentes tienen nombre propio y traen oxitocina bajo el brazo es vida nueva amor exaltado es plenitud las sombras brotan al poco también son infancia la propia es pasado que viaja al presente la claridad el dolor la maternidad  abismo insondable es luminosa y al tiempo es negrura y conviven oscuridad y luz cada día

Sororidad ausente

Se habla mucho de no cortarse a la hora de pedir ayuda. Pero en casos puntuales pueden negártela y, según cómo te pille el día, habrá sido peor pedirla, porque perderás un poco de fe en la humanidad. Hace años, cuando Jaleo no tenía aún dos meses y Jiribilla contaba con dos años y medio, me embarqué en una odisea para conseguir un regalo de cumpleaños. Iba con el clásico «pack» silla + porteo. Volviendo ya para casa Jiribilla se hizo caca y quería que la cambiara «ipso facto». Paré junto a un herbolario. Mi idea era tumbar a Jaleo en el carro y cambiarla a ella en un banco o similar, pero no había nada así a la vista. Intenté cambiarla con la sillita reclinada, pero el bulto-Jaleo delante de mí me impedía maniobrar con facilidad. La única posibilidad que vi era pedirle ayuda a la dueña del herbolario. Le pregunté que si podía, por favor, sujetar al bebé mientras cambiaba a su hermana. Su respuesta me dejó a cuadros: –No, no puedo. ¿Qué pasa si entra algún cliente? Así, sin un atisb