Tengo una placenta en el congelador.
Ahí está
desde que nació mi segundo. Con mi primera no lo hice así, desecharon
la placenta en el hospital, no se me ocurrió pedirla ni verla. Fue luego cuando
me volví más sentimental y la guardé. La idea era romántica: plantarla junto a la semilla de algún árbol para
que crecieran al tiempo, mi hijo y la planta. Pero ya sabemos como es esto de la maternidad, una se lía a pasar las noches en vela y babear de amor puro y llorar por las esquinas y se olvida de lo importante. Y ahí sigue, cuatro años y pico
después. Es curioso, porque todavía no la he visto. Mi maromo se encargó de
meterla en una bolsa de congelación y, voilá,
pal cajón. Alguna vez he vislumbrado algo cuando rebusco en ese caos glacial
que tenemos. Cualquier día la confundo con un bistec y nos la zampamos.
Pero es bonito, ¿no creen? Tener una placenta en el congelador. Es como si todavía estuviera fresco el parto, nunca mejor dicho. Reciente. Como si aún hubiera pañales que cambiar, teta que dar, bebés que achuchar.
Pero no, señoras y señores. Ya no hay bebés. Ni siquiera hay ya toddlers. Llámenme ñoña si quieren. Quizás es que tengo hambre y escasean las provisiones. O que se acerca la ola de calor y pienso en lo que guarda nuestro frigorífico. Tal vez es que mañana cumple siete años, SIETE, mi mayor, y toca recapitular.
Sí. Será eso.
Dos hijos y una placenta.
Ese es mi legado al mundo.
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