Están por todas partes.
Los libros.
En el salón, en esta habitación, en la otra, junto a la cama, en el baño –para los momentos de intimidad, bueno, la de Jiribilla, porque Jaleo sigue exigiendo mi presencia en esos ratos. Eso sí, me pide que le lea mientras evacúa–... Incluso tenemos una caja aparte destinada a los libros de la biblioteca.
Están por todas partes y siempre han estado ahí, como pieza fundamental de mi vida. Y luego de la de mi propia familia. Cuando me quedé embarazada fue una de las cosas que más ilusión me hizo: saber que podría leerle. Quería leerle cuentos, contarle historias. Antes de que naciera comencé a hacer acopio de libros en una tienda de segunda mano. Para mi primer cumpleaños como madre –Jiribilla tendría un mes– pedí un libro para todos; Él apareció con ¡Voy a comedte!, recomendado por una de las libreras de mi librería preferida. Fue el primer libro nuevecito de la colección. Han pasado casi siete años y ahí sigue, junto a muchísimos más que se han sumado por el camino. Regalados, comprados y encontrados; nuevos y de segunda o tercera mano. Hasta alguna joyita de hace más de medio siglo hemos encontrado en algún mercadillo.
Un día, tras sacar libros de la biblioteca con Jaleo, nos sentamos en una plaza y comenzamos a hojearlos mientras él comía. Una mujer se acercó y me preguntó que cómo conseguía que se estuviera atento a los libros, que con su hijo no había manera; estaban empezando a leerle y no se estaba quieto. No lo tuve claro, no me lo había planteado. ¿Que cómo lo conseguía? Pues bueno, Jaleo chupó libro desde bien chico a la par que chupaba teta; así se quedaba quieto y a gusto mientras leía con Jiribilla. Imagino que hubo momentos en que no quería leer ni mirar libros, pero es que había tantos ratos de esos que se volvió parte de su día a día. En cualquier caso, a esa mujer le dije que estaba quieto y atendiendo en ese momento porque estaba comiendo, y era verdad... Le comenté que no debía obligarlo a mirar libros, que la lectura –como todo aprendizaje– tenía que ser divertida. Hay que dejarles hacer. ¿Que quiere cerrar el libro nada más abrirlo? Pues vale. ¿Que quiere volver a leer el mismo diez veces? Pues venga. La interacción lo hace atractivo.
Los libros no son solo «leer». Un libro no es solo un cuento: es toda la experiencia. Compartirla. La forma del libro, las páginas, el texto. Conocer el nombre de la autora o autor de turno, quién se inventó la historia, quién hizo los dibujos, quién publicó ese libro, cuándo. Disfrutar de la narración, independientemente de que transmita valores más allá del implícito en la lectura.
Es una interacción, y no solo con quien lo lee. Como cuando Jiribilla, enganchada como está a la saga Mondragó, dibujó una dragona y quiso enviar una foto a la autora, Ana Galán, y ella le respondió. Sabe que se puede relacionar con los libros más allá del volumen físico, se da cuenta de que hay personas detrás que los hacen posibles. O como cuando descubro un detalle sorpresa en una ilustración y decido escribir a la autora o editorial para saber más y responden, de buenas encima: me da un subidón. ¿Soy la única friki que hace eso? ¿No es especial? La última fue esta de aquí abajo: parece que la autora comenzó a esbozar el oso y algo ocurrió por el camino y ahí quedó, indefinido e infinito. La magia de un olvido perpetuado.
Oso fantasma en la ventana, última sorpresa (en el libro Verano, de Gerda Muller) |
Jiribilla todavía no sabe leer, está en ello. Ya sabemos que no hay que forzar el aprendizaje. Una parte de mí desea que aprenda pronto para que pueda disfrutar de la lectura cuanto quiera, sin tener que depender de otras personas. Pero otra parte no tiene prisa, quiere eternizar esta etapa de mil cuentos y esos «por favor, solo un capítulo más».
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