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Y llegó el destete

Teta, teta y teta. Yo no era más que dos tetas. Primero para ella; después, para ambos; al final solo para él. 

La teta fue principio. Oxitocina pura. Fue conexión animal, fue pasión. La teta fue refugio y calma y cura. Fue puente, abrazo y calidez. La teta fue hogar, de noche y de día. Durante algo más de seis años y medio mis tetas no fueron mías: fueron nuestras, un nexo que nos convertía en «nosotros» para, lentamente, dar paso al «ellos y yo».

El destete fue gradual y lo más natural posible. Digo «natural» porque suena ideal dejar que ellos decidan cuándo dejarla, pero lo cierto es que la agitación me hizo poner límites: primero en el tándem y luego a él. Aun así conseguimos llegar al final sin traumas. El «final», como si fuera una meta. En absoluto.

Jaleo llevaba una época cogiéndolo solo cada dos o tres días, antes de dormir, pero en cuanto se metía el pezón en la boca decía «no, no» y, muy considerado él, bajaba mi camisa para tapar la teta. Y así hasta que cumplió cuatro añitos hace poco. Tras eso intentó mamar una vez y ya nunca más. Una mañana fuimos a la playa y vio mis pechos al aire: se lanzó con sus manos a apretar. «¡Qué haces!», le pregunté, sabiendo que quería ver cómo salía su antaño ansiado manjar. Así que retiré sus manitas y me ordeñé allí mismo, a la vista de todos y de nadie: una gotita de leche blanca y, junto a ella, otra amarillenta. Ahí estaba la prueba, en lo que costó que saliera el líquido y en ese color: el retroceso. Mis glándulas mamarias estaban involucionando. Mis tetas dejan de ser funcionales. 

Mientras duró esa etapa de tomar un poco pensé que qué bien llevaba yo el destete, habiendo significado la lactancia tanto para ellas y para mí; pero al ser plenamente consciente de que había terminado estuve unos días plof. Qué digo «estuve»: así sigo. Hecha un poco añicos.

Me quedo con la magia. Con esas miradas y sonrisas. Con ella acariciando su piececito. Con ese amor, ese que-se-pare-el-mundo, esa fuerza, esa paz, esa sensación de poder... Qué privilegio haber sido su todo, Jiribilla, Jaleo, qué privilegio. Todo ese AMOR.

En fin, que sí, la lactancia tenía un final.
Jiribilla terminó sobre los cinco años y medio.
Jaleo acabó a los cuatro.
Y así, sin teta a los cuatro... solo me queda el trato.
Y abrazos, y besos, y mimos, y abrazos.

Seca de leche y empapada de lágrimas.

Como diría Jaleo: «jopete».

Buenas noches y felices, felices y fugaces –recuerden– tetadas.



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