Jaleo quería comer por cuarta vez aquella mañana, así que buscamos refugio en la tunelesca entrada de un comercio, a resguardo de la llovizna que comenzaba a caer. Nos sentamos en el suelo, junto a la puerta. Todos los bártulos a nuestro alrededor: el carro de la compra –que utilizo ahora como «bolso» para lo imprescindible–; la bolsa con los libros recién sacados de la biblioteca; la neverita con el aperitivo de la mañana... Así estábamos, leyendo yo en voz alta y comiendo él, cuando se acercó una mujer de avanzada edad. Se plantó frente a nosotros y preguntó, señalando a Jaleo con la cabeza:
–Niño, es un niño.
Se quedó pensativa unos segundos y preguntó:
–¿Y no tienes una niña?
Ahí ya estuve a punto de preguntarle el porqué de su curiosidad, pero era una persona mayor, no quería ponerme borde porque sí.
–Sí, también tengo una niña.
–¿Y qué edad tiene?
En fin, es irrelevante lo que sigue. De hecho dejó de ser relevante hace unas cuantas líneas, pero quise seguir por lo anecdótico.
Una casa de muñecas. Para la niña. Hace poco otra conocida me ofreció un juego de construcción para Jaleo, cuando conoce mucho mejor a Jiribilla y el juego estaba dirigido a una edad mayor que la de Jaleo. «Menos mal que tienes un niño, es que solo tengo amigas con niñas y es una pena, el juego está casi sin usar», me dijo entonces.
Y así mil situaciones más.
¿Se normalizará algún día esto? ¿Dejarán de separar los objetos por colores y temáticas según el sexo al que van dirigidos? Es más, ¿dejarán de asignar juguetes y colores a uno u otro sexo? Rosa, colores pastel y unicornios para ellas; azul, tonos fuertes y dinosaurios para ellos.
Me cansa, no me acostumbro. Soy consciente de que el rosa es un color también, sí, y he aprendido a aceptarlo. Antes me daba repelús: nos bombardeaban con él por el hecho de tener una niña. Me cansé del rosa. Cualquier detalle que nos regalaban era rosa. Hasta que lo acepté, me gustó en ciertas tonalidades y para ciertas cosas y no lo excluí de mi vida, sobre todo cuando fue el favorito de Jiribilla durante un tiempo.
Lo que no acepto es esta asignación automática a niñas o a niños, a mujeres o a hombres. Otra madre me decía hace poco que, por más que le mostraban a su hija los zapatos «adecuados», a ella solo le gustaban los zapatos de chico. «¿Y por qué son "de chico"?», le preguntaba yo. «Ya sabes, azul y naranja; los de chica eran en rosado y blanco». Como me vio venir, me espetó rapidito: «No, eh, pero yo le doy libertad, ella tan feliz con sus zapatos de chico. Yo no le limito esas cosas».
Y así, y así.
Voy a limitarme ya.
Buen día.
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