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Por el amor de dios, CÓJANLOS


Algo se revuelve en mí cuando lo oigo por la calle. Me hace querer gritar, dar un par de bofetadas espabilatorias. Cielo santo, pero ¿por qué dejan llorar a esos bebés? ¿Temen malcriarlos? ¿Que se acostumbren a los brazos? ¿Que se enganchen al cariño, a los mimos? Por el amor de dios, cojan a esos bebés, CÓJANLOS. Están pidiéndolo a voz en grito. Pónganlos pegaditos contra el pecho, bien pegaditos. Apretújenlos. A veces es tan fácil –y placentero– calmar ese llanto... Tómenlos en brazos. Incluso si no lloran. Lo están deseando, ellos y ustedes. Sobre todo ustedes. Cójanlos sin más. Prodíguenles generosamente besos, por toda la cara: la frente, los cachetitos. Dan ganas de absorberlos. Y las manitas. Los pies. Los muslos, ¡esos muslitos! Sumerjan las napias en ese cabello, o en su ausencia, y deléitense con ese aroma angelical. No porque nos lo pidan esos pequeños bastardetes manipuladores, simplemente porque apetece. Porque nos lo pide el cuerpo, con razón y corazón. Y mírenlos a la cara, a los ojos. Sonríanles. Háblenles. Cójanlos. ¿Por qué soltarlos? Ya querrán bajarse ellos. Dentro de un tiempo, a saber cuánto, no podremos hacerlo: ellos no se dejarán, o no será lo mismo. Entonces recordaremos cómo eran antes, ahora; miraremos fotos viejas, atribulados, deseando volver atrás para achucharlos, para cargarlos en nuestros brazos y pegarlos a nuestro pecho. Recordaremos celestiales las noches sin dormir. Fue un suspiro. Un visto y no visto. 

Nunca nos necesitarán tanto como ahora, nunca podremos abarcarlos tan fácilmente. Abrazarlos así. Solo para nosotros. 

No por el amor de dios, sino por el amor de ustedes. De ustedes y de ellos.

Cójanlos.



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