Bien, voy a hacerlo. Voy a contar mi
parto antes de que esas guaridas insaciables que son sus bocas
secuestren de nuevo mis tetas.
Cuando me quedó claro que las
contracciones de Braxton Hicks habían dejado de ser tales para pasar
a ser contracciones de parto, se lo confirmé a mi
matrona. «Cada dos minutos», le dije. Vive a una hora en coche, así
que se puso en camino. Cualquiera pensaría que tras el veloz parto
de Jiribilla la llegada de Fetus era inminente, pero aún faltaban
horas. Hace poco me enteré de que en el parto de Jiribilla me
metieron un chute de oxitocina sintética sin informarme, así que
esa fue la razón de su rápida llegada.
Cuando llegó la matrona me hizo un
tacto y me preguntó si quería saber de cuánto estaba. Debí
sospechar con su pregunta, pero no lo hice. «Pues claro», pensé, «será esperanzador: debo andar por los seis o siete centímetros». Con
Jiribilla llegué a los tres sin darme cuenta y a partir de ahí
empezó a doler. Así que cuando dijo «tres centímetros» se me
cayó el mundo encima. TRES.
—¿¡QUÉ!?
No voy a poder, no voy a poder.
—Como
veas, es tu parto. Lo gestionamos como tú quieras. Estás a tiempo
de ir al hospital.
No
dije nada. Comencé mi peregrinación por el pasillo. Hice memoria.
Recordé el principio de los tiempos, antes de quedarme embarazada siquiera, cuánto deseaba un parto en casa, «vivir
la experiencia». Intenté no pensar en la
epidural. De haber estado en el hospital con toda seguridad la habría
pedido. Imaginar el camino que quedaba sin anestesia de ningún tipo
me desanimaba terriblemente. Me veía incapaz.
Avisamos a la amiga que nos ayudaría a
entretener a Jiribilla.
Mi Jiribilla. Mi mundo. Mi centro.
Siempre fue mi mayor preocupación: ¿cómo se lo tomaría? No
soporta ver cómo me toman la tensión, y no digamos estar mucho rato sin teta.
La había preparado enseñándole un par de vídeos de partos por si
lo presenciaba. Le expliqué que era normal que mamá gritara. Los días
anteriores me pedía ver un vídeo en concreto una y otra vez, e incluso jugaba a «parir» imitando a la mujer del vídeo. Encantador. A veces me preguntaba si el bebé había llegado ya. Estas y otras
cosas me hacían pensar que ella estaba más preparada que yo para
el parto, para la llegada de un bebé, y que muchas veces
subestimamos su «madurez». Pero en el momento de la verdad nunca se
sabe, así que cómo viviría ella el momento seguía siendo mi mayor preocupación, incluso
más que el parto y que la vida de bipadres.
En fin, iré al grano. En realidad fue simple, se resume así: yo, deambulando por el pasillo como
un alma en pena durante cinco o seis horas. Yo, arrastrando las
zapatillas de forma patética, envuelta en un toalla que me quitaba
para entrar en la ducha, y
que volvía a enrollarme cuando se agotaba el agua caliente. Yo,
alternando mi procesión silenciosa con la ducha, mientras no dejaba
de pensar en todo lo negativo que había leído y oído sobre el
dolor del proceso –¿saben eso de «no pienses en un elefante
rojo»? Pues tal cual–. Me venían continuamente frases leídas o
escuchadas centradas en el dolor, del tipo «en esta fase del parto
la mujer puede sufrir calambres, náuseas y temblores». No servía
pensar en las contracciones en términos de «ráfagas» para
suavizar el dolor, para convertirlo en algo positivo –la famosa
«ola» que acerca a tu bebé a la orilla–. Dolía. Dolía todo el
tiempo. El útero, las piernas. Con una náusea casi constante.
Bebidas isotónicas sin abrir, frutos secos sin catar. Y, pese a
todo, lo conseguí.
Señoras y señores, lo conseguimos.
Jiribilla resultó ser la mayor
sorpresa del parto. Al principio me pedía teta y yo se la daba entre
contracciones, mientras pude, hasta que llegó un momento en el que
tetear no era factible. Después estuvo entretenida con su padre y
con la amiga que vino a ayudarnos, hasta que él la bajó a la calle
en la mochila, pasada la medianoche, y ahí se quedó frita.
Demasiada juerga. Estableció un récord: no se despertó hasta unas
cuantas horas más tarde, y hasta nos dejó un rato en exclusiva con la nueva criatura cuando nació.
No se despertó con mis gritos, aunque
por lo visto no fueron muchos. Se ve que me gusta sufrir en silencio.
Durante toooda la dilatación no emití ni un gritito. Intenté
emitir sonidos graves, como había leído. O lo de resoplar como un
caballo. Nada de eso funcionó conmigo, los sonidos sólo hacían el
proceso más doloroso. Lo único que me resultaba para hacerlo
soportable era caminar: ni acostarme, ni reclinarme, ni ponerme a
cuatro patas. Caminar. Mi peregrinación particular hacia mi nuevo
amor.
Únicamente al principio me aliviaba
tararear algo, una cancioncilla que se convirtió en mi mantra
particular durante un rato:
Los pollitos dicen
«pío, pío, pío»
cuando tienen hambre,
cuando tienen frío...
Sí,
sí. Gracioso, pero funcionó. La tenía interiorizada. Llevaba
semanas cantándosela a Jiribilla. Quizás entonces la cantaba para
el bebé, o para mí misma, o todavía para Jiribilla, para
tranquilizarla por todo lo que se nos venía encima. Aunque ella no
me oyera. Yo llevaba esa canción dentro.
Sabemos que cuantos menos tactos,
mejor. Pero era yo la que pedía tactos a la matrona para saber cómo
avanzaba la cosa. En el segundo estaba de seis. En el siguiente de
ocho. En el último sólo quedaba un pequeño reborde y el bebé
debía terminar de encajarse. «No será por no caminar», bromeaba
ella. Él estaba en nuestra habitación, acostado junto a Jiribilla,
por si despertaba; de vez en cuando salía a la puerta a esperar a
que yo pasara, me preguntaba si todo iba bien, si podía hacer algo,
alargaba la mano para tocarme. Yo no podía responderle y deseaba que
su mano no me alcanzara. Estaba en mi mundo, en mi universo de dolor. No
quería saber nada de nadie. La matrona esperaba también en su
habitación y cada cierto tiempo venía a buscarme para escuchar los
latidos del bebé y asegurarse de que todo estaba bien.
En un momento dado las contracciones se
transformaron. Ahí sí, el cuerpo me pedía gemir. La fuerza se
concentraba más abajo, me pesaba, algo empujaba hacia el recto. El
dolor me obligaba a detenerme, a dejar de caminar. Me apoyaba en la
pared. La matrona notó el cambio desde su habitación. Me preguntó
si tenía ganas de empujar. Yo no tenía ni idea.
Siempre pensé que las ganas de empujar eran clarísimas, que el
cuerpo te lo pedía a gritos, pero en mi caso no fue así. Es cierto
que sentía una presión en el recto, unas ligeras ganas de empujar,
aunque no eran tan evidentes. Pero era el momento. Fuimos a la
habitación y me senté en la silla de partos, Él se sentó detrás
de mí, mi apoyo, mi amor, el culpable, el coartífice, y la matrona
me animó a empujar. Fueron diez minutos de pujos. Grité, aunque al
parecer no mucho: los vecinos no se enteraron. Me
costó; pensé que el expulsivo sería más fácil, pero me costó.
Ellos me animaban para que el bebé no estuviera mucho tiempo en
situación hipóxica. La bolsa terminó de romperse en uno de los
pujos.
—¡No
puedo, no puedo! —gritaba
yo, siguiendo con mi tónica negativa.
—¡Venga!
¡Ya tienes un cuarto de cabeza fuera! —me
engañaba la matrona, compasiva.
Y pude.
Salió la cabeza, salieron los hombros,
y luego todo lo demás. Se deslizó fácilmente. Me lo colocó
encima, una criatura berreante y resbaladiza. Nos trasladamos a la cama. Me
temblaban las piernas. Me temblaron sin control durante un buen rato.
Tenía esa cosa húmeda, caliente y viva sobre mi abdomen, en la
penumbra. Aún no le había visto la cara. La matrona me animó a
agarrar el cordón umbilical. Todavía latía. Cuando dejó de
hacerlo, Él lo cortó. Un rato después expulsé la placenta.
Esta vez pude verla.
Sentí frío. Calor. Alivio. Miedo.
Poder.
El amor no fue inmediato. La
experiencia me sobrepasó. Ahora estamos inmersos en el proceso de
enamoramiento.
Y Jiribilla seguía durmiendo. Estuvo
así hasta casi una hora después. Cuando despertó, no lloró, como
hace al verse sola en la cama. Llamó a su padre, quien la trajo en brazos. Mostró un rechazo inicial. Normal, acababa de
despertarse y se encontraba con ese panorama. Quería teta, no quería
al bebé, y al ver que yo no podía atenderla pidió ir al salón con
su padre, llorando. Al rato quiso que nos trasladáramos todos a la
cama familiar, pero al ver de nuevo la situación tampoco quiso estar allí. Volvió al salón con papá. Y entonces,
sin saber cómo ni por qué –supongo que lo asimiló,
sin más–, se produjo el cambio. Escuché cómo de repente decía,
con vocecilla entusiasmada:
—¡Bebé
ya está aquí! ¡Ya nació! ¡Vamos
a verlo!
Y supe que la preparación, las charlas, los
vídeos y los cuentos habían merecido la pena. Y entró en la
habitación con otra cara, radiante. Y se llevaba las manos a la
carita demostrando su ilusión, su alegría. «¡Bebé está aquí!
¡Qué bonito! ¡Mi hermanito!». Y yo rebosé amor. Y la matrona se
fue. Y nosotros tres acabamos comiendo bizcochitos industriales
–primera vez de Jiribilla, la dieta sana al garete– y bebiendo
leche en la cama, de madrugada, mientras Jiribilla preguntaba si
podía dar besos y caricias a su hermano, un niño, ¿no lo he dicho?
Así, con esta fiesta maravillosa, memorable, fantástica, dimos la bienvenida al nuevo miembro.
Me emociono cada vez que lo vuelvo a leer y a recordar... Eres increíble!
ResponderEliminarTú sí que lo eres. GRACIAS.
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