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La paradoja de la soledad acompañada


Me siento terriblemente sola.

Quién lo diría: estoy acompañada las veinticuatro horas del día, tengo a gente encima, literalmente. Tengo a gente PEGADA, literalmente también. Y me siento miserablemente sola.

Sucede sobre todo la primera mitad del día, cuando me quedo con Jiribilla y Jaleo, sola ante el peligro. Sin familia, sin tribu. Con horarios incompatibles con el resto de los mortales. Jaleo se despierta como tarde a las 5:30 de la mañana, después de una noche de no parar: repta para arriba, se arrastra para abajo, berriditos, teta sí, teta no. En pie a las 5:30. Jiribilla se despierta sobre las 6:30 reclamando su teta, que es la que puedo darle con calma supina porque su padre se encarga de atender a Jaleo. Así que solemos estar en las calles antes de que estas estén puestas. Porque, total, en la calle se entretienen más. Lo malo es que volvemos a casa muy pronto también. Y la casa se me cae encima.

Voy mendigando compañía adulta por las cafeterías del barrio, consumiendo cafés sin café que no me apetecen y ofreciendo tostadas con tomate a Jiribilla a cambio de unos minutos de paz y quietud relativa, porque Jaleo no se está quieto en mis brazos. Otra paradoja: aún no camina y no se está quieto.

En estos paseos matinales por la ciudad soy un espectro, un fantasma de cuarenta kilos que vagabundea con chándal, con la lengua fuera, con ojeras, con un bebé en un brazo –con Jaleo he descubierto que, efectivamente, hay niños a los que no les gusta ser porteados, a menos que vayan dormidos– y empujando la silla de paseo con el otro, zigzagueando todo el camino, en una ciudad llena de subidas y bajadas. Lo barato sale caro y la maldita silla de Prénatal me está complicando la vida. Ruedas que no giran, manos con tendinitis incipiente, falta de extremidades superiores, olas de calor agobiante.

Y cuando veo que uno ha caído en sueño profundo y el otro está punto, no me creo mi suerte y emprendo un rápido camino de regreso a casa. Siesta a la vez. Glorioso azar. Y puedo tener ambas manos libres, y puedo hacer pis con mi cuerpo todo libre, y lavarme las dos manos, y tenerme para mí unos segundos, siempre agudizando el oído por si despierta Jaleo y vigilando que Jiribilla no se caiga del sofá. Esta bendición dura unos quince minutos como máximo, antes de que Jaleo tenga su primer despertar y deba pegármelo a la teta para que siga sopa.

Tú, que me estás leyendo, ¿qué estás haciendo ahora? Bueno, pues yo no puedo hacerlo porque implicaría mirar una pantalla y desatender a los niños. Cuando estés haciendo cualquier otra cosa, piensa: «¿Qué estará haciendo esa quejica fanática ahora?» No, mejor pregúntate: «Esto que estoy haciendo yo ahora, ¿cómo lo hará ella?». Respuesta fácil: directamente no puedo hacerlo, o si lo hago es en modo difícil, con dolor en las manos, y últimamente dolor en el alma.

Hacer la comida con niño en brazos y atendiendo las demandas de niña mayor. Sentada en el váter con niño en brazos y pidiéndole a la mayor que espere. Jugar con la mayor y niño en brazos, o sentadito a ratos, que ya se mantiene más o menos. Poner lavadora, recoger la ropa, intentar mantener un mínimo orden, un mínimo de cordura, un mínimo de aliento vital. Con niño en brazos.

No, no lo dejo un rato en otro sitio. NO QUIERE ESTAR LEJOS DE MAMÁ. Ni yo lejos de él.

Y estoy sola.

Mis días son una cuenta atrás, me paso el tiempo mirando el reloj, comprobando cuánto falta para que llegue mi caballero andante, el que me relevará de la ardua tarea de sostener a Jaleo y poder dedicarme a algo más libremente. Fregar platos. Poner la mesa. Abrazar a Jiribilla con los dos brazos. Un glorioso minuto, dos, cinco a lo sumo, antes de que me reclame de nuevo.

¡Comer!

Qué daría por comer tranquila, sin prisas, con las dos manos.

O, muchas veces, qué daría por comer, a secas.

En ocasiones desconecto el teléfono para no estar pendiente de mensajes de posibles vueltas tempranas a casa, porque en cuanto el Gran Padre me dice que ya viene, espero que su llegada sea inminente, y me desespero. Y me va mejor. Otras veces no aguanto, sale mi lado de bruja y le pregunto cuánto le falta para volver a casa. Que no se detenga, que venga ya.

Imagino que, como la mayoría de madres, mi vida como tal tiene momentos bipolares.

Momentos de oscuridad acongojante, tenebrosa, de tener que luchar contra mis fantasmas. Freno las ganas de gritar, no quiero que me vean así. Una vez dejé a Jaleo sobre la cama un minuto, cuando aún no había peligro de que se cayera; entré en el baño y cerré la puerta. Y grité. Grité con todas mis fuerzas. Dejé salir la ira, el agotamiento, la soledad, la frustración. Dejé salir la oscuridad y luego me dejé salir del baño. Recogí a Jaleo, lo abracé, intenté calmarlo de nuevo, desde mi propia calma. Afortunadamente Jiribilla no me oyó, estaba entretenida lejos, en otro cuarto.

Y momentos de luz, de luz pura, divina y envolvente. Indescriptibles momentos de MAGIA. Cuando ves un niño sonreír piensas qué lindo, sí, qué ternurita, qué rico. Vulgar. Pero cuando sonríe tu hijo, tu niña, no es terrenal. Esa sonrisa es poderosa, te posee, esas comisuras ascendentes tiran de tu alma hacia arriba, te elevan, te inundan de dicha. Tanto amor no te cabe.

Así me sostengo, así me alimento, día tras día, sola, sola. A base de sonrisas que me agotan, de sonrisas que me levantan.

Sonrisas que me mantienen a este lado, donde afortunadamente todavía predomina la luz.

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