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Bésenlo mucho

Hace unos días comenté nuestro encuentro con un exvecino, padre primerizo de un bebé de tres meses y medio. Le preguntamos cómo iba todo y respondió que por las noches genial, que el bebé dormía seis o siete horas seguidas, pero que durante era día es otro cantar. Que no paraba de llorar. Que solo quería brazos. Que no lo cogían mucho por eso de que se acostumbraría. Nos preguntó si nos había pasado lo mismo y yo contesté la verdad: que no lloraban porque los cogíamos, que lloran porque quieren brazos, sí.

No sé si a ustedes les pasa lo mismo, imagino que a muchas sí: si escucho a unos padres decir que el niño cuando llora tiene cuento porque al cogerlo se calma, siento la imperiosa necesidad de recomendarles Bésame mucho, de Carlos González; si les oigo quejarse de que no duerme por las noches, necesito  de verdad lo necesito hablarles de Dormir sin lágrimas, de Rosa Jové; si de lo que se quejan es de que la niña no come nada, me veo en la obligación de descubrirles el BLW y aconsejarles que lean El niño ya come solo o Mi niño no me come. Y así, y así. Por la paz y el bienestar de esos bebés y de sus padres.

Y esto es lo que me pasó. Aunque no éramos vecinos de cruzar más de dos palabras, quise regalarles el Bésame mucho. A mí me ayudó a comprender muchas cosas en su momento. Había riesgos, por supuesto. Cuando te planteas esto sabes que pueden tomarlo como una ofensa y darte con la puerta en la narices. Pero ¿qué tenía que perder? Amistad no, porque amigos no somos. El dinero del libro, sí, pero si existe la posibilidad de ayudar a que ese bebé reciba mucho mimo y que esos padres disfruten dándoselo, bien gastado sea.

Ninguna de ustedes me recomendó que olvidara el tema, que no me metiera en su vida; todas vieron bien que les regalara el libro. Eso me tranquiliza y me da fe en el cambio. Algunas me animaron a llamar a la puerta y regalarles el libro en persona  en un principio pensé dejarlo en el buzón . Otras a que esperara a coincidir con ellos en el rellano. El problema es que ya no somos vecinos. Son vecinos de mis padres y por eso coincidimos rara vez.

Pues bien, ¿qué pasó? ¿Qué hice?

Al salir un día de casa de mis padres decidí dárselo. Viven en el piso de enfrente. Todo lo que tenía que hacer era cerrar la puerta de casa y llamar a la suya. La casualidad quiso que justo mientras yo cerraba la puerta se abriera el ascensor y saliera una señora, presumiblemente una de las abuelas, y llamara a la puerta de los vecinos. «Estupendo», pensé. Podía aprovechar para darle a la vecina el libro, y así se lo dije a la señora. Pero ¿quién abrió la puerta? La vecina no, sino otra señora, a todas luces la otra abuela. Le dije que tenía un regalo para la vecina, un libro que a mí me había ayudado. La mujer tenía prisa por cerrar la puerta, me dio las gracias y ea, adiós. Intenté hacerme entender, que quedara clara mi intención, pero me quedé con la impresión de que todo lo que dijera le entraría por un oído y saldría por el otro. No insistí.

Hice mal, sí. Debí dejarlo para otro momento, tratar de dárselo en mano y tener la oportunidad de hablar, pero a saber cuándo se presentaba la ocasión. El objetivo era dejarles el libro lo antes posible. Misión cumplida. Cuentan con la información en su casa. Pueden leerla. Pueden calzar una mesa. Pueden regalárselo a otros. Ahí está.

Quizás un día nos los encontremos por la calle, saquen el tema y nos den las gracias. O ni lo mencionen porque les pareció un gesto desagradable. O ni se acuerden, y el libro esté cogiendo polvo.

Ojalá decidan leerlo y les abra los ojos, y ese bebé no se pase el día llorando. Al menos no por falta de brazos.


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