–Mamá, mira lo que hago… Mamááá, ¿estás mirando?
–Sí, mi amor, te veo.
–¿Lo viste? ¿Viste lo que hice?
Y ella, que no quiere mentir, confiesa:
–No, tienes razón, no lo vi, ¿puedes repetirlo?
Y así contempla una vez más cómo su pequeña Jiri hace
el pino, o el drago, o lo que quiera que sea eso. Mira sin ver. Y a la niña no
se le escapa una: sabe que su madre está ausente, con la cabeza en las nubes,
en la comida, en un recuerdo, en cualquier lugar lejos de ahí, de ella. Por eso
vuelve a reclamar su presencia:
–¡MAMÁÁÁ!
Y mamá se levanta:
–Lo siento, mi cielo, no me apetece jugar ahora, estoy
cansada. No te estoy prestando atención.
Y Jiribilla, ante la estupefacción de su madre, se
ríe:
–¡Ji, ji, ji! Mami, ¿no te olvidas de aaalgo?
Mamá se da cuenta entonces de que Jaleo sigue pegado
al pecho. Lamprea, piraña, pulpo. Esa sanguijuela en plena crisis de los dos
años. Mami se puso en pie y ahí siguió él, pegado, porque total, a estas
alturas de la película sus pezones son más propios de elongated man que de una humana cualquiera. Sus pezones, ese «sus»
bien pudiera referirse a Jaleo o a su madre.
Y mamá suspira, perdida entre sus hijos, ahogada en el
amor.
Y de repente se acuerda del último libro de la
biblioteca por el que Jiribilla se apasionó: Bambi. En él aparecen muchos personajillos: Bambi, Tambor, Flor,
Faline… Pero la madre del protagonista, la artífice, esa que todos recordamos
que muere en el incendio, no tiene nombre. Es solo «mamá». Nada más.
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