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Y llegó el DESTETE

Esto lo escribí hace casi dos años. Lo recupero del baúl de la nostalgia. ---------------------------- Teta, teta y teta. Yo no era más que dos tetas. Primero para ella; después, para ambos; al final solo para él. La teta fue principio. Oxitocina pura. Fue conexión animal, fue pasión. La teta fue refugio y calma y cura. Fue puente, abrazo y calidez. La teta fue hogar, de noche y de día. Durante algo más de seis años y medio mis tetas no fueron mías: fueron nuestras, un nexo que nos convertía en «nosotros» para, lentamente, dar paso al «ellos y yo». El destete fue gradual y lo más natural posible. Digo «natural» porque suena ideal dejar que ellos decidan cuándo dejarla, pero lo cierto es que la agitación me hizo poner límites: primero en el tándem y luego a él. Aun así conseguimos llegar al final sin traumas. El «final», como si fuera una meta. En absoluto. Jaleo llevaba una época cogiéndolo solo cada dos o tres días, antes de dormir, pero en cuanto se metía el pezón en la boca decía «n
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Tal como vino se va

Una se sumerge en la maternidad de golpe y porrazo. Descubre, atribulada, que aquello no es como le habían contado, como había visto en las películas, en el imaginario colectivo. Sin referentes cerca se da de bruces con la verdad. Y si goza de cierta consciencia trata de comprender esa verdad y adaptarse a ella, no para dominarla, sino para hacerlo lo mejor posible. Así puede perderse entre libros de crianza y lactancia, foros, páginas y grupos de redes sociales. Y aprende, aunque con el tiempo se da cuenta de que nunca termina de aprender del todo. Sigue fallando, cada maldito eterno efímero día. Sigue perdiendo la paciencia. Solo queda aceptar que jamás será la madre perfecta y hacer las paces con ello, desligarse de la  sempiterna culpa. Al final deja de seguir a tanto gurú de crianza porque sabe que todo se reduce al respeto, a la comprensión y al sentido común. A medida que los bebés crecen esa intensidad puérpera se pierde. Ya no están pegados a una, no la necesitan tanto, e inc

Tengo una placenta en el congelador

Tengo una placenta en el congelador. Ahí está desde que nació mi segundo. Con mi primera no lo hice así, desecharon la placenta en el hospital, no se me ocurrió pedirla ni verla. Fue luego cuando me volví más sentimental y la guardé. La idea era romántica: plantarla junto a la semilla de algún árbol para que crecieran al tiempo, mi hijo y la planta. Pero ya sabemos como es esto de la maternidad, una se lía a pasar las noches en vela y babear de amor puro y llorar por las esquinas y se olvida de lo importante. Y ahí sigue, cuatro años y pico después. Es curioso, porque todavía no la he visto. Mi maromo se encargó de meterla en una bolsa de congelación y, voilá , pal cajón. Alguna vez he vislumbrado algo cuando rebusco en ese caos glacial que tenemos. Cualquier día la confundo con un bistec y nos la zampamos. Pero es bonito, ¿no creen? Tener una placenta en el congelador. Es como si todavía estuviera fresco el parto, nunca mejor dicho. Reciente. Como si aún hubiera pañales que cambiar,

Los libros, mis niños y yo

Están por todas partes. Los libros. En el salón, en esta habitación, en la  otra, junto a la cama, en el baño  –para los momentos de intimidad, bueno, la de Jiribilla, porque Jaleo sigue exigiendo mi presencia en esos ratos. Eso sí, me pide que le lea mientras evacúa –... Incluso tenemos una caja aparte destinada a los libros de la biblioteca. Están por todas partes y siempre han estado ahí, como pieza fundamental de mi vida. Y luego de la de mi propia familia.  Cuando me quedé embarazada fue una de las cosas que más ilusión me hizo: saber que podría leerle. Quería leerle cuentos, contarle historias. Antes de que naciera comencé a hacer acopio de libros en una tienda de segunda mano. Para mi primer cumpleaños como madre  – Jiribilla tendría un mes –  pedí un libro para todos; Él apareció con  ¡Voy a comedte!,  recomendado por una de las libreras de mi  librería preferida .   Fue el primer libro nuevecito de la colección. Han pasado casi siete años y ahí sigue, junto a muchísimos más qu

Niña o niño, para la casa es lo mismo

Jaleo quería comer por cuarta vez aquella mañana, así que buscamos refugio en la tunelesca entrada de un comercio, a resguardo de la llovizna que comenzaba a caer. Nos sentamos en el suelo, junto a la puerta. Todos los bártulos a nuestro alrededor: el carro de la compra –que utilizo ahora como «bolso» para lo imprescindible–; la bolsa con los libros recién sacados de la biblioteca; la neverita con el aperitivo de la mañana... Así estábamos, leyendo yo en voz alta y comiendo él, cuando se acercó una mujer de avanzada edad. Se plantó frente a nosotros y preguntó, señalando a Jaleo con la cabeza: –¿Es niña o niño? –Niño, es un niño. Se quedó pensativa unos segundos y preguntó: –¿Y no tienes una niña? Ahí ya estuve a punto de preguntarle el porqué de su curiosidad, pero era una persona mayor, no quería ponerme borde porque sí. –Sí, también tengo una niña. –¿Y qué edad tiene? Aaaah, ¿pero qué le importaba a ella eso? Aun así me frené. Me frené: «Contente, tú, que esta es la clásica situació

Y llegó el destete

Teta, teta y teta. Yo no era más que dos tetas. Primero para ella; después, para ambos; al final solo para él.  La teta fue principio. Oxitocina pura. Fue conexión animal, fue pasión. La teta fue refugio y calma y cura. Fue puente, abrazo y calidez. La teta fue hogar, de noche y de día. Durante algo más de seis años y medio mis tetas no fueron mías: fueron nuestras, un nexo que nos convertía en «nosotros» para, lentamente, dar paso al «ellos y yo». El destete fue gradual y lo más natural posible. Digo «natural» porque suena ideal dejar que ellos decidan cuándo dejarla, pero lo cierto es que la agitación me hizo poner límites: primero en el tándem y luego a él. Aun así conseguimos llegar al final sin traumas. El «final», como si fuera una meta. En absoluto. Jaleo llevaba una época cogiéndolo solo cada dos o tres días, antes de dormir, pero en cuanto se metía el pezón en la boca decía «no, no» y, muy considerado él, bajaba mi camisa para tapar la teta. Y así hasta que cumplió cuatro añi

Soy una mamá genial... y también soy una bruja

 Soy madre. Eso significa que no soy perfecta, pues sigo siendo persona. Cuando estoy bien soy «la mejor mamá del mundo y del universo», dicho por mis criaturas  — bendita subjetividad — . Y cuando estoy mal cualquier minucia hace rebosar el vaso... y aparece la bruja, esa madre que detesto. La que intenta hacer acopio de paciencia cuando no hay hueco. La que ha conseguido mejorar poco a poco y se retira a tiempo a otra habitación para calmarse antes de dirigirse a sus hijos, pero a la que, aun así, se le siguen escapando gritos y meteduras de pata por las que luego se reconcome sin piedad. Algo que sí hago: pedir PERDÓN. Disculparme por haberles gritado, por haberles faltado al respeto. Ellas no son responsables de mis emociones: soy YO la encargada de gestionarlas. Pide perdón. Te aseguro que vale mucho. Para ellos y para ti.