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Controlar la sombra

Antes de ser madre tenía pocas amigas con hijos. Una de ellas, a la mínima oportunidad, decía eso de «es que tú no lo entiendes porque no eres madre». Lo cual me daba mucho por saco. Porque no era madre, pero podía hacerme una idea, qué caray.

Ja.

Lo que voy a relatar a continuación sólo lo comprenderán las madres. Y quizás no todas. Pienso sobre todo en aquellas mujeres cuya sombra ha emergido de forma bestial al convertirse en madres, esas que han sentido removerse todo su ser. Las que tenían una idea muy clara sobre cómo gestionarían su maternidad y se han visto inmersas en un universo diferente que les ha hecho replanteárselo todo. Las que pretendían hacer las cosas de una manera, pero su instinto les gritaba que nanay y han sabido escuchar. Las que se han visto solas y desamparadas transformándose en su nuevo yo. Las que han querido informarse y lo han hecho, pese a las mareas en contra.

(Quién sabe, quizás también lo entiendan las personas no-madres muy empáticas).

Es difícil controlar la ira, la frustración, la rabia. Sobre todo cuando lo viviste en tu niñez. Después de todo aprendemos con el ejemplo. Con la maternidad consciente emerge esa sombra, comienzas a entender muchas cosas que antes simplemente estaban ahí, aparentemente desde siempre. Ah, pues soy así, soy asá. Pero resulta que no sólo eres así o asá, sino que en parte te fueron haciendo como eres, seguramente sin ser conscientes. Y en la sombra vislumbras una lucecilla: ah, en la infancia está la clave (al menos una parte clave de la clave, valga la redundancia).

Volviendo al tema: es fácil lanzar un grito para desahogarse, lo complicado es NO gritar, saber controlarse, mantener la calma. Y también es difícil perdonarse cuando no has podido evitarlo y has gritado a tus hijos.

Yo les he gritado. Quiero pensar que no han sido muchas veces y trabajo cada día por no volver a hacerlo. Pero recuerdo con una claridad meridiana la primera vez que grité a Jiribilla, y esa marca la llevaré en el alma por siempre ya.

Ni siquiera fue un grito tal como yo los concibo. Levanté la voz lo suficiente para pretender que me entendiera. Ella tendría un añito y poco, yo todavía no me acostumbraba a eso de andar agotada todo el día. Me seguía a todas partes pidiéndome que la cogiera, o que jugara con ella, o que la amamantara, ni recuerdo ya. Intenté escapar a la cocina un par de segundos, ella vino detrás reclamándome, me di la vuelta y le pedí que me dejara sola. No me acuerdo de mis palabras exactas, tan sólo recuerdo el horror: Jiribilla, en vez de marcharse, de huir de mí, de llorar, vino corriendo hacia mí para que la abrazara. Hacia mí, el monstruo que le había gritado. Porque, pese a todo, yo seguía siendo refugio. Yo, su todo. Madre mía.

No puedo cambiar el hecho de que le grité, pero intento sacar provecho de ese error.

Ese grito se ha convertido en mi vocecilla/grito interior. Cuando me veo en el abismo, ese grito me avisa.

Huyó de mí.

Hacia mí.

Comentarios

  1. No puede caerme este artículo en mejor momento. Lo primero es decirte que las "no madres" pueden sacar de este artículo el que ya no pueden decir "esto no me va a pasar". Yo pensaba eso. Que mi hijo iba a ser tranquilo porque nosotros (sus papás) somos tranquilos. No se me ocurría que mi hijo iba a gritar y hacer rabietas, y que si las hacía, sabría dominarlas porque, sencillo, yo soy la adulta y pensante. También pensaba que no me sobrepasaría, que no le gritaría ni le daría chirlos, que sabría controlarme. Pues no.

    Y cada vez que viene a mi buscando refugio, logrando tranquilizarse con mi abrazo o mi teta, al lado mío, me siento mala madre, mala conmigo misma, cómo puede ser... ��

    No sólo nosotros enseñamos al bebé, nosotros estamos aprendiendo mucho de él.

    Que difícil...

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    Respuestas
    1. Cierto. Aprendemos con y de ellos. Yo puedo decir que estoy ganando la paciencia que nunca tuve, je je. ¡Un abrazo!

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  2. Valiosa reflexión. Acaso los críos no pueden sino comprender mejor que los adultos la humanidad de sus padres, su imperfección, pero también su esencia, e irradiar amor incondicional hacia ellos independiente de sus errores. Quizá es la revelación o el entendimiento innato de que no existe la perfección, y no tiene por qué existir (aunque luego la sociedad nos inculque ideas de perfección e idealización).

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