Encontrábame yo cierta mañana laborando en la cocina cuando entró Jiribilla y con su alegre voz matutina exclamó:
–¡Mamá, te he hecho un dibujo!
Esa faceta suya artística me encanta, sobre todo cuando elabora una nueva creación para su mamá. Pero esta vez me horrorizó. ¿Qué era aquello?
–Esta eres tú enfadada.
Acabáramos. El día anterior estuve especialmente refunfuñona. Por mucho que intente aplicar lo que he leído sobre crianza, paciencia, mindfulness, relativizar y «los-días-son-largos-los-años-cortos», en muchas ocasiones vence el cansancio y el estrés y les hablo mal. Ciertamente, soy imperfecta. Pero ese dibujo fue una cachetada sin manos. Esa era yo, un ogro, visto por ella, mi dulce hijita adorada.
Terrible.
Era la primera vez –ojalá la última– que me dibujaba así. Hasta ahora siempre que me retrataba seguía los mismos pasos:
–La cara... el pelo... los ojos... la nariz... ¡Y una graaan sonrisa!
Y no es que vaya yo sonriendo todo el día por ahí, pero ella me ve así.
Salvo ese día.
Y es que no se les escapa una. A veces estoy ensimismada, absorta en mis pensamientos, y Jiribilla intenta ponerse en mi campo de visión, sonríe, se mueve hasta asegurarse de que la miro, sonríe, y entonces, cuando fijo en ella mi mirada, me pregunta:
–¿Estás bien, mami?
Y sigue sonriendo, como para asegurarme que todo está en orden, diciéndome sin palabras que no debo preocuparme.
No se les escapa una. Saben leernos, estas criaturas.
Esta mañana, como contrapartida, me hizo otro dibujo: ¿no me reconocen? Está clarísimo. Soy yo, con una graaan sonrisa, rodeada de corazones. Ah, lo de debajo de la sonrisa no es mi lengua, sino mi barbilla. Me caí hace un par de meses, hubo sangre de por medio y se ve que no olvida.
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