Hoy ha sido un día mierder.
Para empezar, Él se marchó antes de lo normal. No es que se vaya temprano-temprano, pero ese tiempo de más se nota. Adiós a lavarme los dientes tranquila, a intentar ir al baño, a compartir la odisea de vestir y poner zapatos. De fregar los platos del desayuno ya ni hablamos.
Llevar a Jiribilla al cole. Salimos de casa, bajar las escaleras con el carro, siempre el carro. Empujar los casi quince kilos de Jiribilla más los once y pico de Jaleo hasta la parada del tranvía, porque ella se niega a caminar y él no quiere ir en otro sitio que no sea la capota. No tengo fuerzas para negociar. Por el camino me adelanta una mujer hablando por el móvil; ella va ligerita y en línea recta y yo ya he comenzado a girar a la derecha, así que el roce de la pierna de Jiribilla con ella es inevitable. Furibunda, se da la vuelta y me espeta que no se me ocurra volver a empotrar el carro contra ella. Intento explicarle que me cuesta maniobrar con dos niños encima, pero evidentemente no está para dialogar. A esas alturas de la mañana ya estoy yo cansada, cansada.
En el tranvía media hora más de tedio. Jiribilla pidiéndome atención constante, parloteando sin parar, no puedo dejar divagar mi mente ni un minuto. Y Jaleo succionándome el espíritu.
Cuando llegamos al cole me despido de Jiribilla. Ja. Despedirme. Como si fuera tan fácil. Se niega a quedarse sola. No quiere, no quiere. Llanto y más llanto, llanto ahogado, el fin del mundo, se le parte el alma. Yo no siento ni padezco, sufro más por mi hastío que por su congoja, lloro por dentro por este eterno día de la marmota, el vivir para otros. Quiere quedarse en el cole, pero CONMIGO. Yo me niego a aguantar otra jornada con Jaleo en la escuela. Es una escuela libre, maravillosa. Puede saltar, correr, pintar, dormir, leer, socializar o no. Madre mía, pero ¿qué más quiere? Pues no quiere que me marche, no hay manera. Y yo nopuedo quiero quedarme. Llantos, mocos, fin del mundo, consolarla mientras vigilo que Jaleo no vaya rompiendo las puertas de tanto portazo que da, que no se le echen los otros niños encima y le hagan daño, poner zapatos, recolocar las cosas en el carro, nos vamos, nos vamos. Todos juntos. De nuevo la tediosa parafernalia de la vuelta a casa. ¿Por qué no tendré ovarios para dejarla llorando y largarme?
Encima no quiere volver ya a casa, sino parar en una ciudad cercana. Le digo que sí porque no tengo fuerzas para negarme. Por el camino se duermen ambos, por supuesto. No pueden esperar a una ocasión en la que me cunda mejor su siesta. Podría aprovechar para volver a casa pese a la promesa que hice, pero ya me imagino a Jiribilla si despierta y ve que no estamos donde quiere estar: más llantina insoportable. Finalmente me atengo a la promesa y paramos ahí, en su lugar, para intentar hacer el regreso más llevadero. Comemos algo. Mejor dicho, nos pringamos, porque ya sabemos cómo acaban las comidas con un niño encima. Después de limpiarnos como puedo, caminamos un poco y de nuevo al tranvía. Un tranvía lleno hasta arriba, porque, cómo no, están en huelga. Jiribilla no facilitó el trayecto, dándonos patadas a Jaleo y a mí porque decía que su hermano la estaba molestando. Madre mía. Hasta cuándo, hasta cuándo. Dolor de cabeza, ganas de apagar mi interruptor vital. Necesidad de paz. Finalmente llegamos. Solo queda volver a casa. Solo.
Y todo esto cargando, como siempre.
Empujando el carro, arrastrando mi vida.
Hoy ha sido un buen día.
Un día de esos para agradecer, apacible, sin grandes sobresaltos. Comenzamos con la rutina mañanera. Él tuvo que irse antes a trabajar, así que nosotros tres terminamos de desayunar juntitos, nos preparamos y ¡a la calle! Voy a llevar a Jiribilla al cole. De camino al tranvía tengo un incidente con una mujer que va despistada hablando por teléfono, pero nada serio. Me quedo con la mujer que me tranquiliza, que dice comprenderme y me apoya, porque ella también tiene que llevar un carro con niños. ¡Bendita sororidad!
Por el camino Jiribilla me entretiene contándome sus cosas; resulta que ha soñado que se ponía un vestido y por eso ha decidido llevar hoy un vestido. Aunque estemos en invierno. Pero ha acertado, ¿eh? Hace un sol radiante. Mientras, Jaleo no se despega de su adorada teta. Mejor para mí, así va tranquilito todo el trayecto.
Una vez en el cole acompaño un ratito a Jiribilla y luego le explico que tengo que irme. Ella no quiere quedarse sin mí; a veces le apetece, otras no. No quiere marcharse del colegio, pero tampoco quiere que yo me vaya. Le ofrezco un par de alternativas. Finalmente se viene conmigo. Qué se le va a hacer... Hay días en que me necesita más. Me propone ir a la ciudad vecina a pasear y acepto. Se duerme por el camino. Podría aprovechar e irme ya para casa, ahora que duermen los dos, pero bueno, se lo he prometido y nos vendrá bien una parada. Además, cuando despierta y comprueba que, efectivamente, estamos allí, su sonrisa es un poema. Cuando Jaleo despierta también me sonríe ampliamente: se ve que le gusta la sorpresa del cambio de aires.
Comemos algo en una cafetería y luego nos sentamos a tomar sol en un banco. A Jaleo le da por hacer el payaso poniéndose el gorro de su hermana. Detesta ponerse gorro, ni cuando hace frío conseguimos que se lo deje puesto, y mira, ¡hoy se lo pone! Hoy, que estamos a veintisiete grados por lo menos. Desde luego... Y Jiribilla feliz con su vestido amarillo, su vestido favorito, que le trajo su tía de la India.
De vuelta en el tranvía Jiribilla está inquieta, con ganas de salir de allí. Mucha gente, mucho calor: comprensible. Yo también quiero salir ya. Una señora percibe laperturbación en la fuerza incomodidad familiar y le regala una revistilla para que se entretenga. De nuevo la sororidad. Gracias a esas personas, gracias.
Y conseguimos llegar a casa sin mayor percance. Le pongo un vídeo a Jiribilla. Mientras se lo preparo, Jaleo me llama para que vaya al sofá, exige su elixir blanco. Escucho cómo Jiribilla, muy observadora ella, le dice: «Jaleo, eh, escúchame, tengo que decirte algo: mamá necesita tranquilidad». Me sonrío, me río. Vaya dos. Me tienen enamorada.
Me tumbo en el sofá, Jaleo se me tira encima, se engancha y descanso.
Y mañana más locura, más lágrimas, visibles las suyas, no tanto las mías. Y más risas.
Esas que se vean muy bien siempre.
Para empezar, Él se marchó antes de lo normal. No es que se vaya temprano-temprano, pero ese tiempo de más se nota. Adiós a lavarme los dientes tranquila, a intentar ir al baño, a compartir la odisea de vestir y poner zapatos. De fregar los platos del desayuno ya ni hablamos.
Llevar a Jiribilla al cole. Salimos de casa, bajar las escaleras con el carro, siempre el carro. Empujar los casi quince kilos de Jiribilla más los once y pico de Jaleo hasta la parada del tranvía, porque ella se niega a caminar y él no quiere ir en otro sitio que no sea la capota. No tengo fuerzas para negociar. Por el camino me adelanta una mujer hablando por el móvil; ella va ligerita y en línea recta y yo ya he comenzado a girar a la derecha, así que el roce de la pierna de Jiribilla con ella es inevitable. Furibunda, se da la vuelta y me espeta que no se me ocurra volver a empotrar el carro contra ella. Intento explicarle que me cuesta maniobrar con dos niños encima, pero evidentemente no está para dialogar. A esas alturas de la mañana ya estoy yo cansada, cansada.
En el tranvía media hora más de tedio. Jiribilla pidiéndome atención constante, parloteando sin parar, no puedo dejar divagar mi mente ni un minuto. Y Jaleo succionándome el espíritu.
Cuando llegamos al cole me despido de Jiribilla. Ja. Despedirme. Como si fuera tan fácil. Se niega a quedarse sola. No quiere, no quiere. Llanto y más llanto, llanto ahogado, el fin del mundo, se le parte el alma. Yo no siento ni padezco, sufro más por mi hastío que por su congoja, lloro por dentro por este eterno día de la marmota, el vivir para otros. Quiere quedarse en el cole, pero CONMIGO. Yo me niego a aguantar otra jornada con Jaleo en la escuela. Es una escuela libre, maravillosa. Puede saltar, correr, pintar, dormir, leer, socializar o no. Madre mía, pero ¿qué más quiere? Pues no quiere que me marche, no hay manera. Y yo no
Encima no quiere volver ya a casa, sino parar en una ciudad cercana. Le digo que sí porque no tengo fuerzas para negarme. Por el camino se duermen ambos, por supuesto. No pueden esperar a una ocasión en la que me cunda mejor su siesta. Podría aprovechar para volver a casa pese a la promesa que hice, pero ya me imagino a Jiribilla si despierta y ve que no estamos donde quiere estar: más llantina insoportable. Finalmente me atengo a la promesa y paramos ahí, en su lugar, para intentar hacer el regreso más llevadero. Comemos algo. Mejor dicho, nos pringamos, porque ya sabemos cómo acaban las comidas con un niño encima. Después de limpiarnos como puedo, caminamos un poco y de nuevo al tranvía. Un tranvía lleno hasta arriba, porque, cómo no, están en huelga. Jiribilla no facilitó el trayecto, dándonos patadas a Jaleo y a mí porque decía que su hermano la estaba molestando. Madre mía. Hasta cuándo, hasta cuándo. Dolor de cabeza, ganas de apagar mi interruptor vital. Necesidad de paz. Finalmente llegamos. Solo queda volver a casa. Solo.
Y todo esto cargando, como siempre.
Empujando el carro, arrastrando mi vida.
Hoy ha sido un buen día.
Un día de esos para agradecer, apacible, sin grandes sobresaltos. Comenzamos con la rutina mañanera. Él tuvo que irse antes a trabajar, así que nosotros tres terminamos de desayunar juntitos, nos preparamos y ¡a la calle! Voy a llevar a Jiribilla al cole. De camino al tranvía tengo un incidente con una mujer que va despistada hablando por teléfono, pero nada serio. Me quedo con la mujer que me tranquiliza, que dice comprenderme y me apoya, porque ella también tiene que llevar un carro con niños. ¡Bendita sororidad!
Por el camino Jiribilla me entretiene contándome sus cosas; resulta que ha soñado que se ponía un vestido y por eso ha decidido llevar hoy un vestido. Aunque estemos en invierno. Pero ha acertado, ¿eh? Hace un sol radiante. Mientras, Jaleo no se despega de su adorada teta. Mejor para mí, así va tranquilito todo el trayecto.
Una vez en el cole acompaño un ratito a Jiribilla y luego le explico que tengo que irme. Ella no quiere quedarse sin mí; a veces le apetece, otras no. No quiere marcharse del colegio, pero tampoco quiere que yo me vaya. Le ofrezco un par de alternativas. Finalmente se viene conmigo. Qué se le va a hacer... Hay días en que me necesita más. Me propone ir a la ciudad vecina a pasear y acepto. Se duerme por el camino. Podría aprovechar e irme ya para casa, ahora que duermen los dos, pero bueno, se lo he prometido y nos vendrá bien una parada. Además, cuando despierta y comprueba que, efectivamente, estamos allí, su sonrisa es un poema. Cuando Jaleo despierta también me sonríe ampliamente: se ve que le gusta la sorpresa del cambio de aires.
Comemos algo en una cafetería y luego nos sentamos a tomar sol en un banco. A Jaleo le da por hacer el payaso poniéndose el gorro de su hermana. Detesta ponerse gorro, ni cuando hace frío conseguimos que se lo deje puesto, y mira, ¡hoy se lo pone! Hoy, que estamos a veintisiete grados por lo menos. Desde luego... Y Jiribilla feliz con su vestido amarillo, su vestido favorito, que le trajo su tía de la India.
De vuelta en el tranvía Jiribilla está inquieta, con ganas de salir de allí. Mucha gente, mucho calor: comprensible. Yo también quiero salir ya. Una señora percibe la
Y conseguimos llegar a casa sin mayor percance. Le pongo un vídeo a Jiribilla. Mientras se lo preparo, Jaleo me llama para que vaya al sofá, exige su elixir blanco. Escucho cómo Jiribilla, muy observadora ella, le dice: «Jaleo, eh, escúchame, tengo que decirte algo: mamá necesita tranquilidad». Me sonrío, me río. Vaya dos. Me tienen enamorada.
Me tumbo en el sofá, Jaleo se me tira encima, se engancha y descanso.
Y mañana más locura, más lágrimas, visibles las suyas, no tanto las mías. Y más risas.
Esas que se vean muy bien siempre.
Comentarios
Publicar un comentario