Cada día nos hacen un examen sin nosotras saberlo. Las madres juzgan a otras madres en cada aspecto de la crianza: mimos, lactancia, colecho, alimentación, porteo, autoritarismo...
Pero lo he escrito mal. Quería decir que las madres juzgamos a otras madres. Yo no me salvo. Veo a una madre sobornando a su hija con gusanitos para conseguir que camine y juzgo; observo cómo un padre pega un grito a su hijo por cualquier motivo y juzgo. Cada vez lo hago menos, porque yo también he pegado chillidos, también he sobornado con comida –aunque intento hacerlo con cosas anodinas para otros, como arándanos o «galletas» de plátano y avena, no deja de ser un soborno–. Tendemos a pensar que cuando nosotras lo hacemos es la excepción, y cuando lo hacen otras es la norma. Y juzgamos.
Un día Jaleo gateaba libremente en una plaza. Una mujer que contemplaba la escena se acercó a nosotros: «¡Menos mal! Qué alegría ver a unos padres dejando gatear al bebé. Enhorabuena». La madre insegura que hay en mí se sintió feliz por el cumplido, como si necesitase de la aprobación de otras para reafirmarme. Pero a los dos minutos se fijó en Jiribilla: «Uy, aquí algo falla, ya decía yo que todo estaba muy bien... ¡Cómo! ¿Aún llevas pañal? ¿Qué edad tienes?». Y ahí supongo que de un sobresaliente pasé a un cinco raspado.
¿Tienen derecho a ponernos nota? No. Mucho menos personas extrañas, ajenas a nuestra vida. Si acaso permito que me la pongan mis hijos. No es una nota numérica, tiene forma de abrazos, gestos, besos, lametones y palabras. Palabras como las de hoy, cuando mi hija mayor le dijo a su profesora/acompañante: «Oye, ¿sabes una cosa? ¡Mi mamá es la mejor mamá!».
Con ojeras, mucho rechazo a jugar con ella últimamente debido al cansancio y, aun así, soy la mejor mamá.
Esa fue la mejor nota.
Pero lo he escrito mal. Quería decir que las madres juzgamos a otras madres. Yo no me salvo. Veo a una madre sobornando a su hija con gusanitos para conseguir que camine y juzgo; observo cómo un padre pega un grito a su hijo por cualquier motivo y juzgo. Cada vez lo hago menos, porque yo también he pegado chillidos, también he sobornado con comida –aunque intento hacerlo con cosas anodinas para otros, como arándanos o «galletas» de plátano y avena, no deja de ser un soborno–. Tendemos a pensar que cuando nosotras lo hacemos es la excepción, y cuando lo hacen otras es la norma. Y juzgamos.
Un día Jaleo gateaba libremente en una plaza. Una mujer que contemplaba la escena se acercó a nosotros: «¡Menos mal! Qué alegría ver a unos padres dejando gatear al bebé. Enhorabuena». La madre insegura que hay en mí se sintió feliz por el cumplido, como si necesitase de la aprobación de otras para reafirmarme. Pero a los dos minutos se fijó en Jiribilla: «Uy, aquí algo falla, ya decía yo que todo estaba muy bien... ¡Cómo! ¿Aún llevas pañal? ¿Qué edad tienes?». Y ahí supongo que de un sobresaliente pasé a un cinco raspado.
¿Tienen derecho a ponernos nota? No. Mucho menos personas extrañas, ajenas a nuestra vida. Si acaso permito que me la pongan mis hijos. No es una nota numérica, tiene forma de abrazos, gestos, besos, lametones y palabras. Palabras como las de hoy, cuando mi hija mayor le dijo a su profesora/acompañante: «Oye, ¿sabes una cosa? ¡Mi mamá es la mejor mamá!».
Con ojeras, mucho rechazo a jugar con ella últimamente debido al cansancio y, aun así, soy la mejor mamá.
Esa fue la mejor nota.
Comentarios
Publicar un comentario