Esta mañana, en
uno de nuestras incursiones matutinas en el parque, Jiribilla y yo nos
topamos con una pareja de abueletes que cuidaba de su nieto, Carlitos. Era este
un rubicundo niño de la misma edad que mi cachorrilla, un añito. Se
encontraban sentados en un banco; al ver que nos acercábamos con
afán salutativo, Abuela se levantó y acercó a Carlitos. Cogí el
cochecito de Jiribilla y se lo lancé
rodando. Cuando llegó a sus pies hizo ademán de sentarse. Cabe
destacar que Carlitos iba inmaculado, de punta en blanco. Al ver que
pretendía sentarse en el suelo, su abuela lo levantó, rauda, y lo
llevó de vuelta al banco. «Es que se ensucia, se pone perdido. Y a
su madre no le gusta», explicó. «Bah, déjalo, ¡eso se mete en la
lavadora y no pasa nada!», repuso sabiamente Abuelo, ganándose mi
simpatía, y añadió: «Además, la que lo cuida eres tú».
«Claro, ¡eso no es problema!», intervine. «Pero no es solo la
ropa, es que las piernas se le ponen negras...». Total, que Carlitos
fue sentado. Sin el cochecito. Así que emitió un gritito de
disgusto, reclamándolo. Y fue entonces cuando se produjo el horror:
inmediatamente después del grito, Abuelo agarró un trozo del muslo
de Carlitos y le dio tal pellizco que lo sentí en mis carnes.
«CÁLLATE, ¿eh?», le espetó. La cara de Carlitos fue de
auténtico pavor. Dolor. Incomprensión. Las comisuras de su boca
descendieron, los labios se separaron ligeramente, sus ojos se
abrieron de par en par mirando a su abuelito. «Atrévete a llorar y
te meto un cuesco...», añadió, con la mano en alto. Abuela intentó
suavizar la situación, pero tuve la impresión de que solo porque yo
estaba delante. Le di el cochecito a Carlitos quitando importancia a
la situación: «Es normal, quiere el coche, ¿verdad, Carlos?
Tómalo, para ti un ratito». Superabuelo villano volvió: «A que
ahora lo tiras, ¡como lo tires...!». Mano en alto de nuevo.
Efectivamente, Carlitos lo tiró. Bravo por él. Todavía era capaz
de tirarlo. Intenté explicarles que no lo hace para fastidiar, que
tal y que cual, pero ellos solo entendieron «blablablá». Abuela
se quejó de que lo tiraba todo.
Me despedí, no
quise quedarme. Toda esa violencia ocurrió en unos escasos tres
minutos. ¿Cómo será cada día en la vida de Carlitos? Antes de irme acaricié su mejilla y le susurré un «lo siento, por ti y por tus
hijos». Abuelo me preguntó qué quería decir, le respondí que si
no era evidente, y salí por patas con Jiribilla en brazos.
No, no: eso solo ocurrió en mi cabeza. En la realidad lo dejé en la caricia y un «adiós,
Carlitos».
Qué lástima tan grande. Y qué mál se pasa viendo este maltrato consentido y considerado "educación".
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